
Alberto Delgado Díaz del Olmo nos había hablado lleno de entusiasmo por este artista arequipeño al que contratan instituciones de toda América Latina para encargarle obras monumentales y al que, sin embargo, aquí pocos conocen. De modo que esa mañana, después de visitar la casa de Víctor Turpo, nos dirigimos al taller oculto a la vista de todos. Se nos unió Machaca, sobrino de Turpo, que vive en las inmediaciones.
Freddy Luque estudió en la Escuela de Bellas Artes “Carlos Baca Flor” hace unos veinte años. Estudió para docente de Arte pero también hacía acuarelas y de vez en cuando escultura. “¿Te enseñó el profesor Mendoza?”, le pregunto. Me dice que justo el año en que le tocaba ese taller el profesor murió. La pregunta es entonces “¿Cómo aprendiste escultura?”. “Solo” me dice, con un dejo de orgullo. Y para suavizar esa impresión seguramente añade “Uno puede aprender mirando otras obras, en los libros, con los amigos”. Y estoy de acuerdo. Añade que cuando terminó los estudios y se graduó lo invitaron a enseñar. “Un par de años fui profesor” dice, “pero lo dejé, quita tiempo para la creación”.
Tomamos algunas fotos de sus obras de gran formato recientes que están allí a la vista, listas para enviarlas al extranjero. Nos pide que le guardemos el secreto al menos hasta que se haga la entrega oficial. “Va a venir la alcaldesa de A. con una comitiva a recoger la obra, la semana próxima” nos dice. Más fotos. Las formas son perfectas, el rostro, la posición de cuerpo vaciado en cientos de galones de latex es admirable. Le preguntamos cómo lo hace.
“Primero hago una maqueta. En arcilla. Es pequeña, casi de tamaño natural. Ahí se definen los detalles, pero una buena escultura de gran tamaño depende más del “lejos” que de la maqueta: las proporciones cambian a media que uno se aleja de la escultura final, el ojo engaña”, dice. Cuánto cambia, le pregunto. “Hasta un sesenta por ciento. Lo que manda en una escultura que va a ser vista desde un kilómetro de distancia es el “lejos”, y ahí se conoce al buen escultor”. Beto le pregunta por el Cristo del Corcovado y Luque dice que tiene los hombros muy angostos; la virgen de Cochabamba: es la mejor. El Cristo de Alan García: y hace un gesto de disgusto que a todos nos mueve a risa.
Entonces mi esposa le pregunta si tiene trabajos suyos en las plazas o parques de Arequipa. “Nunca me han pedido nada” dice. “Tampoco voy a tocarles la puerta para pedirles trabajo. Otros lo hacen pero es cosa suya”. Machaca señala que nadie es profeta en su tierra, a lo que Luque considera necesaria una precisión: “Pero la tierra de uno es su tierra, uno es del lugar donde ha nacido y mal que bien ese es su lugar del mundo. No hablo mal de Arequipa, la quiero y la respeto. Arequipa no son sus autoridades, ellas están de paso como lo están todos los políticos. Dentro de diez años son nada, nadie se acuerda de ellos. En cambio estas obras quedan ahí todavía dentro de diez o veinte años y así no se sepa el nombre del que las hizo, quedan”.
Nos invita a pasar a su taller. Un desorden perfectamente dispuesto para el trabajo. Hay cinco ayudantes, escultores jóvenes que le ayudan en las diversas etapas del proceso. Hay maquetas a medio acabar, estructuras de tacos de madera y alambre que maravillosamente han toma la forma elemental de seres de carne y hueso, animales prehistóricos, y vírgenes que luego se van a transformar en bronce o en arcilla. Es casi como entrar al taller de un dios que está a punto de entregar su obra al Paraíso.
Fotos por doquier; nos gana el asombro. Queremos tocarlo todo, sopesar el volumen y la textura, preguntar por los nombres de los elementos y las herramientas y las composiciones químicas de este extrañísimo proceso orgánico. Luque informa con una sabiduría ganada a la experiencia y una dedicación de maestro. Nos muestra con orgullo “el mejor camarón arequipeño que se ha esculpido hasta la fecha”. Yo supongo que es el encargo de algún millonario majeño pero me equivoco: “Es mío” me dice, “Va para mi galería personal”.
Después de una hora de estar dando vueltas por el inmenso taller nos invita a pasar a su “oficina” en la parte delantera del local. “Aquí atiendo a los clientes” nos anuncia. Antes de ingresar mi esposa advierte algunas esculturas que se ocultan entre los arbustos y el pasto detrás de la acequia que corre frente al terreno. “Son mis primeros trabajos, de mi etapa social”. “El muro de los que sobran”, “El país de la nada” y nombres así representan a una masa de arcilla de la que emergen angustiantes rostros de niños famélicos o de ancianos y mujeres esqueléticas. El autor cree necesario explicarnos que cuando uno es joven lo social es importante, pero que luego ha pasado al realismo y que está a punto de entrar en un período de abstracción de la forma. “Los grandes escultores ahora son abstractos” señala.
Nos ronda esa palabra: “Grande”. Como si leyeran en nuestra mente Luque cuenta una anécdota: “Jardiel Luque fue mi primer profesor de Pintura en la Escuela. Me acuerdo que un día, cuando recién empezaba, con esa ingenuidad que tenemos los jóvenes le dije una frase que muchos años después él todavía recordaba. Le dije profesor, yo voy a ser grande”.
No sabemos cómo tomar la historia: ¿premonición?, ¿jactancia?, ¿humildad nostálgica? Después, en casa, mi esposa me dice que quizá lo que dijo Luque fue “voy a hacer grande”. No importa. Lo que vimos esa mañana es respetable, admirable incluso, lleno de pasión y vida, de cariño honesto y profundo por un arte que a pesar de su tamaño es poco visible en nuestro medio. Un par de días después dos profesores de arte me contarían que en la Plaza Las Américas Luque ha mejorado algunas de las esculturas que antes desentonaban el lugar y que ha hecho un arcángel para una Plaza pública de Lima, pero que en efecto lo mejor de su obra está en otras ciudades.
Al amparo del sol en su oficina le pregunto a Freddy si Jardiel Luque es su pariente. Dice que no. Y saca a relucir un óleo de Jardiel, el mismo viejo tronco deforme del árbol añoso que le he visto pintar desde los años setenta cuando expuso por primera vez; pero este ha sido enriquecido por una expresividad admirable, por una mezcla de colores fuertes y duros, de líneas retorcidas por una especie de angustia que ahora sí parece real e intimida. Hablamos de los males que aquejan al pintor y Freddy Luque añade una gota más de sabiduría a lo ya dicho: “Ahora Jardiel no tiene ningún compromiso, tiene solo su libertad y esa cuota de sinrazón que le deja pintar esto”. Es un óleo extraordinario, sin duda.
Luego nos muestra otras de sus joyas, óleos y acuarelas que intercambia con sus amigos. Y se detiene en la escultura de una mano que parece soportar con los dedos todo el peso del mundo boca abajo. “Es mi primera escultura”, cuenta. “El profesor nos pidió representar una mano, es un ejercicio común. Todos la hacen hacia arriba, mirándose la mano. Yo la hice hacia abajo, apoyada sobre la mesa y quise darle una tensión. Todavía me gusta”. Nos miramos unos a otros y quedamos de acuerdo.
Cuando nos despedimos Freddy cuenta una última anécdota. Mi esposa le ha preguntado cómo es que ha conseguido este terreno tan libremente ubicado en medio de la campiña y tan sin futuro. “Tres mil metros” dice él, y añade “Trabajando, trabajando mucho. Para un taller de escultura como la que yo hago es imprescindible tener mucho espacio para la mirada. Me paro al fondo y desde ahí veo los errores. Eso no lo podría hacer en medio de la ciudad, en un taller en la azotea de mi departamento”. “Grande” pensamos los invitados.
La anécdota es la siguiente: “Vino un día el alcalde de Cerro Colorado, no a mi casa sino a ver el asfaltado de esta pista. Los vecinos se habían quejado un año más y vino con sus técnicos, estuvo parado delante de mi puerta, miró las estatuas un instante y se dio media vuelta para seguir discutiendo del financiamiento y las fechas. Nada le llamó la atención. Para él nosotros no existimos aún si nos parásemos delante de sus narices”. Nos preguntamos si conocíamos a algún alcalde al que le interesara el arte y la cultura, buscamos en nuestra memoria, entre nuestros conocidos, alguien dijo que les interesan las portadas con arcos, las piletas, las lozas deportivas quizá creyendo que a eso se limita la cultura. Todos reímos.
Mientras nos alejábamos del Taller Beto Delgado resumió nuestras opiniones: “Apasionado, ¿no? Tiene una fuerza y una convicción en lo que hace que casi nadie tiene hoy en día. Y te la comunica”. “Puede hablarte horas” añade Machaca. “Y podríamos oírle horas” dice mi esposa. Y podríamos tener una de sus esculturas en casa para mirarla durante días y semanas, meses y años, pienso yo.