Música

Tema y variaciones

UNO
Fue la noche del catorce de agosto, fuimos a la Plaza de Armas, había serenata y en las calles cercanas las vivanderas ofrecían ponche, diana, anticuchos en espera de la quema de castillos. Estábamos de pie en medio de la muchedumbre, frente al Portal de la Municipalidad, oyendo a los cantores del yaraví que el encargado de Cultura había contratado; sus guitarras amplificadas soltaban los compases conocidos y sus voces repetían las tristes historias del amor perdido. Era un tributo a la memoria del arequipeñismo que las autoridades sentían su deber comunicarnos.
De pronto, a lo lejos, el golpe de unos cueros empezó a crecer en el aire, interrumpiendo la música de los potentes altoparlantes a ratos, como ráfagas de algo intruso que nos fue distrayendo poco a poco. Iba en aumento a medida que se aproximaba a la Plaza, como un pulso milenario que despierta, que avanza en el espacio y que contagia su energía a todo cuanto lo rodea. Cuando estuvo cerca oímos las zampoñas, su contrapunto complicaba aún más la atención, enriquecía el placer extraño de cederle al cuerpo el deseo de llegar a la fuente de esa música poderosa.
Nos escurrimos entre la gente y fuimos hacia los sicuris, ya bailando, ya golpeando los pies al compás, ya excitados por la felicidad de sumarnos a los danzantes. El ritmo regular, incesante y eufórico de la música andina nos dominó totalmente. Éramos otros, unos indios felices que agitaban la cabeza con ternura, con una comprensión indómita del ritmo de los bombos legueros que nos llevaban hacia adelante, sin siquiera pensarlo, alejándonos del Portal de la Municipalidad en medio de la procesión de absortos danzarines cautivados por la música que nos dijo clarito, más que cualquier discurso patriótico, quiénes éramos, quiénes realmente éramos esa noche.

DOS
Fuimos a un Congreso de Crítica Literaria Latinoamericana en Santiago de Chile. Eran los años setenta, todavía estaba Allende en el poder.
Después de asistir a todas las conferencias que los más lúcidos críticos de América dieron en los salones del Politécnico de Santiago un ómnibus de la Universidad nos devolvió a Viña del Mar, para que cenáramos a nuestro gusto pero lejos de las autoridades académicas, éramos estudiantes de último año, éramos jóvenes y seguros de nosotros mismos.
Después de comer y beber unos vasos de vino chileno y de pasear un rato por el malecón emprendimos la subida hacia el estadio de Sausalito en cuyos camarines estábamos alojados como una delegación estudiantil peruana.
Yo subía solo, por una vereda en medio de los jardines de las elegantes casas del balneario. De pronto desde algún lugar que no pude precisar me vino una música, una música lánguida, de sintetizadores y percusión lenta encima de la cual una guitarra eléctrica alargaba las notas de una melodía que parecía imitar el movimiento pausado del viento que mecía las ramas de los altos árboles de la urbanización, una música que arrancaba los aromas de las flores exóticas que me rodeaban a cada paso. Una guitarra eléctrica tocada con la sensibilidad de un dibujante que quisiera darme la banda sonora idónea para esa noche plena de satisfacción. Al comienzo fue suave, ligera brisa. Luego se apuró y agitó con sensualidad el aire, las hojas, mis sentimientos y la noche. Un fraseo continuado detrás del cual los instrumentos de percusión hacían finos arabescos que destacaban la belleza de la melódica evolución de la voz principal, la voz del viento hecha música. Poco a poco el ritmo fue bajando, los instrumentos se fueron apagando. Arriba brillaban algunas estrellas entre unas nubes tenues que corrían alegremente llevadas por la cálida corriente de aire. Cuando la música cesó yo estaba a pocos pasos de la puerta de mi alojamiento. Me senté en una vereda y esperé que sonara alguna canción más, pero no la hubo. Eso fue todo. Era suficiente.
Tiempo después supe que la melodía se llama “Canción del viento” y que la toca Carlos Santana. Lo que nunca supe es de dónde vino.

TRES
Llegamos los primeros porque vivíamos cerca, en Yanahuara. El ingeniero Jorge Emmel en persona nos abrió la puerta y nos condujo a su “Salón Verde”. Verde por el color de los tapices y la cantidad de macetas de exóticas plantas que adornaban y aromaban el lugar. Emmel era por entonces un hombre mayor, soltero, cuyos padres mimaban con exceso y a los cuales había convencido para que le permitieran estudiar piano en Chile. Se decía que fue alumno de Claudio Arrau.
Nos ofrecía un pequeño recital privado, junto a otros pianistas aficionados a los que también había invitado.
Lo peculiar de esta reunión es que todos eran músicos (menos yo, claro) y todos seguían las interpretaciones con las partituras en la mano. Era como ver a una abeja haciendo miel frente a un público conocedor que le festejaba cada mililitro de almíbar. Quedé maravillado al descubrir que la música tenía notas, silencios, compás, ritmo, acentos, matices, fuerza, velocidad y contención.
Hasta que llegó el momento de oír a la invitada principal, una joven pianista de origen asiático que estaba preparando un concierto público. Todos callaron y dejaron las partituras de lado para concentrarse en su impecable ejecución de la “Danza de la moza donosa” de Ginastera. Los dedos finos, delgados y suaves de la muchacha acariciaban las teclas para que ellas dieran lo mejor de sí, su expresión más tierna y sensible de la figura de otra muchacha, una moza de estancia pampeña que interrumpía un festejo popular de rudos gauchos para ejecutar su propia danza con la elegancia, la coquetería y la donosura inesperados en una mujer de tierra adentro. Vi esa danza flotar en el aire, desplazarse por entre el espacio sonoro haciendo quiebres y venias y dando vueltas con una maravillosa continuidad de exultante belleza que solo cesó al final, en un decrescendo que llegó al éxtasis del silencio con una serie de notas cada vez más apagadas.
Nadie aplaudió. Quedamos hipnotizados por la magia de la pianista.

CUATRO
Yo enseñaba en la Escuela de Música “Luis Duncker Lavalle”, era el profesor de los cursos complementarios de Lenguaje, Estética y Teorías de la Educación. Un día la profesora de Formación Artística Temprana pidió licencia por que tenía que viajar. Como su curso era para niños de cinco a diez años que recién empezaban a aproximarse a la música bajo las órdenes de sus esperanzados padres, me pidieron que supliera a la colega. No me pareció mala idea tratar de transmitir mi pasión por la música a estos retoños.
El día de clases fui al salón cargado de mi grabadora y mis casetes preparados con la música que mejor me parecía para entusiasmar a los pequeños estudiantes: “Pedro y el lobo” de Prokofiev, porque en esta pieza un narrador de potente y clara voz explica a los oyentes cómo los instrumentos de la orquesta representan a cada uno de los personajes, Pedro, el abuelo, el gato, el lobo, y luego narra una historia de aventuras infantiles; “Cuadros de una exposición” de Modesto Mussorgski, porque aquí las imágenes sonoras y las visuales busca aproximarse unas a otras con gran belleza y creatividad; “El cascanueces” porque creí que habían visto la película de Disney.
Tenía unos veinte alumnos, que venían a clases después de salir del colegio y se quedaban tres horas con nosotros. Llamé su atención primero contándoles la historia de “Pedro y el lobo”. Me atendieron un momento. Luego puse la música, el narrador debería hacer el resto. Pero cuando la obra había avanzado cinco minutos uno de los niños sacó de su mochila un taper con su almuerzo y se dispuso a comérselo. Otro se dio vuelta en su asiento y se puso a conversar con su compañera de atrás. Otro sacó su cuaderno de tareas y un par reiniciaron la pelea que habían suspendido momentáneamente. Detuve la grabadora y les llamé la atención, les expliqué nuevamente lo maravillosa que era la obra y se callaron. Dos minutos. Luego volvió el revoltijo más furioso esta vez y no supe qué hacer. Me ganó la cólera. Me acerqué a la pareja que estaba dándose golpes y sacudí de las ropas al mayor de ellos, el que había empezado el desorden; los demás gritaban, se habían subido a las carpetas y gritaban. En eso entró apresurado el director y me arrancó de las manos al asustado muchachito. “Déjalo Wilitar, déjalo nomás, mejor vamos a buscar a otro colega”, me dijo.
Fue la única vez que traté de enseñar música o cualquier otra cosa a niños.

CINCO
Si cuando mi mujer está durmiendo / y el bebé y Kathleen / duermen también / y el sol es un blanco disco de fuego / entre brumas sedosas / encima de árboles resplandecientes, / si yo en mi cuarto del norte / bailo desnudo, grotescamente / ante mi espejo / haciendo flamear mi camisa alrededor de mi cabeza / mientras me canto en voz baja / “Estoy solo, solo. / Nací para ser solitario. / ¡Estoy mejor así!”. / Si admiro mis brazos, mi cara, / mis hombros, flancos, nalgas / contra las cortinas amarillas que han sido bajadas, // ¿Quién se atreverá a decir que no soy / El gran genio feliz de mi casa?
(“Danse Russe”, William Carlos Williams).

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