Frente al huerto donde mi madre ha sembrado árboles de granadilla, manzano, palto, cedrón y papaya, han crecido también el silencio y el desconcierto.
Hace unos segundos estábamos entretenidos en un diálogo familiar, tras examinar cómo las cosas abandonan aquel color incandescente con que se visten durante la agonía de la tarde y se van tornando luego grises y frías. Y ahora, repentinamente, en la pantalla del celular que uno se resiste a apartar de nuestras vidas —por no quedar al margen de esto que llamamos el mundo interconectado— aparece la noticia sobre la partida del Gabo. “Ya descansa en paz…”, dice. “Nos esperan Cien años de soledad…”, sigue diciendo. “Hasta siempre, maestro…”. Puntos suspensivos y después solo el vacío abriéndose camino desde la pantalla luminosa del celular hasta las profundidades del corazón. No es fácil creer una noticia semejante. No cuando apenas días antes los noticieros en la televisión anunciaban su pronta mejoría.
He recibido este mensaje de texto en casa de mi madre, y sin embargo, no es la misma casa de mi madre. Tampoco soy la misma niña que descubrió “Cien años de soledad” entre los libros que papá traía consigo un remoto día, cuando me anunció que solo dos de ellos serían para mí. Me quedé observando la portada blanca de aquel libro prohibido con el argumento de que a mi corta edad no conseguiría comprender su contenido. Y fue entonces cuando me dediqué a espiar a mi padre mientras lo leía. Permanecí durante horas con los ojos clavados en la pintura de Ruth Montoya, en el listón rojo donde se destacaba “Nobel 82”, en el símbolo del sello editorial Oveja negra, en el nombre del autor: Gabriel García Márquez. Disfrutando del golpeteo en mi interior acelerándose como el presagio de que habría de reconocer en su autor algo más que la similitud de nuestros nombres. Aunque resultó ser cierto que no conseguiría entender del todo el lenguaje verbal de la novela ni las referencias históricas; asimilé, en cambio, todo un conjunto de construcciones subjetivas y un paisaje que me resultaron familiares.
En el libro, García Márquez había conciliando las historias melancólicas y autobiográficas de las batallas perdidas del coronel Nicolás Márquez Iguarán, su abuelo; y las historias fantásticas de Tranquilina Iguarán, su abuela, quien había convertido en actividades domésticas las supersticiones y el diálogo con los muertos. Esa memoria histórica y sentimental con la cual caracterizaría la mayor parte de su universo narrativo se constituiría en el “qué contar”. Una historia que se asomaría al autor cuando próximo a los dieciséis años, regresó a casa de su abuela y la encontraría deambulando del lado de los muertos (hallaría en su regreso también la soledad). El “cómo contar aquella historia” vendría mucho tiempo después, tras su encierro casi conventual durante dieciocho meses, en tanto escribía “Cien años de soledad” enriquecido por tantas lecturas. Así se volvería universal con un estilo propio e inconfundible que fortalecería el reconocimiento del alto nivel de nuestra literatura hispanoamericana y extendería su influencia en casi todos los escritores que vendrían después de él.
Al culminar la última página y cerrar el primero de todos los libros que leería de Gabriel García Márquez quedé agradecida porque finalmente había conocido el asombro y lo he preservado. Acaso sean sus libros la explicación de mi amor por las mariposas y los ancianos. De mi preferencia por el sabor de la tierra húmeda y la cal de las paredes. De mi temor a encontrar niños flotando en la luz desbordándose por las ventanas y los balcones de las casas. Del excesivo celo frente a los sueños para descifrar en ellos, signos de una muerte anunciada. De mis sospechas de la fealdad de los ángeles y la belleza de los ahogados. O por qué en ocasiones me detengo en cualquier parte y busco entre el detalle de las superficies alguna frase que diga “ojos de perro azul”… Son demasiadas historias recordándonos la presencia de Gabo que su muerte es imposible. Seguramente anda en casa de sus abuelos inquietándose por tanta zozobra nocturna, “sin edad y sin ningún motivo especial, como si nunca hubiera salido de esa casa vieja y enorme”. He pensado en todo esto mientras observo a mi esposo y presiento agrandarse mis propios ojos. Por el momento, la soledad extiende sus raíces entre los árboles del huerto y no hay un solo grillo que quiebre este silencio.
Tacna, 20 de abril de 2014