Bolívar y los indígenas

Una nueva mirada sobre el Libertador

Es un lugar común denunciar las atrocidades de los conquistadores españoles sobre los nativos americanos, pero se suele olvidar lo que sucedió después de la independencia, a principios del siglo XIX. Las nuevas repúblicas, por desgracia, fueron obra de blancos para blancos, donde los indios quedaban reducidos a la condición de ciudadanos de segunda categoría. Con unas condiciones de vida a menudo peores que las que habían sufrido bajo el virreinato, porque el liberalismo triunfante acostumbró a significar la privatización de sus tierras comunales. La gran masa campesina vivirá, a partir de entonces, sometida a un régimen de “colonialismo interno” por parte de los terratenientes. Frente a su poder, las leyes son papel mojado. Tanto es así que José Carlos Mariátegui, el gran pensador marxista, reconocerá tristemente cómo, respecto a esta problemática, “el Virreinato aparece menos culpable que la República”. En lugar de cumplir su deber de mejorar la situación del indio, la República había incrementado su pobreza mientras le consideraba un ser inferior, decía Mariátegui en sus “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana”.

Dedicada a explotar a los indígenas vivos, la burguesía caerá en la contradicción de exaltar a los que llevaban varios siglos muertos, los aztecas, los incas o los araucanos de los tiempos precolombinos. En ellos se hallaban, supuestamente, las raíces de las naciones modernas, obsesionadas en establecer una continuidad con el pasado saltándose la dominación española, una especie de gran paréntesis asimilado a la oscuridad.

Los libertadores, como era de esperar, se habían apuntado con entusiasmo a denominada “leyenda negra”. La crítica a la conquista les permitía arremeter contra la causa realista, presentando a enemigos como los herederos de aquellos “primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva”, tal como dijo Simón Bolívar en su primera carta de Jamaica. Los españoles, en su opinión, no eran sino una raza de exterminadores. Había llegado el momento de hacerles pagar sus culpas, convirtiendo el momento secesionista en la instancia vengadora de seculares agravios. Así, mientras se encuentra en Cajamarca, Perú, hace jurar a los solados “por las cenizas del gran Atahualpa” que morirán por la independencia nacional. Atahualpa, el gobernante inca depuesto y ejecutado por Pizarro, tendrá por fin justicia.

En tanto que criollo, Bolívar era consciente de pertenecer a “una especie  media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”. Los blancos americanos como él tenían que afrontar un reto difícil, el de independizarse de la metrópoli con una población racialmente heterogénea, en la que podía estallar una “guerra de castas” en cualquier momento. Por un lado, necesitaban el apoyo de mestizos y de indios en su lucha contra España, pero por otro temían ver cuestionados sus privilegios. ¿Y si una raza trataba de imponerse con la violencia a las otras? El Libertador deseaba que esta pesadilla nunca llegara a materializarse. Creía que el indio, con su carácter apacible, se limitaría a la vida privada sin pretender acaparar la cosa pública.  Pero, por si acaso, para evitar sorpresas, promulgó leyes privándole de derechos políticos. Así, la Constitución de Angostura, de 1819, concedía el voto sólo a los individuos alfabetizados con un cierto nivel de recursos económicos. Los requisitos, obviamente, dejaban fuera de la ciudadanía activa a la mayoría de la población.

Más tarde, Bolívar firmó varios decretos destinados a proporcionar al indio la propiedad de la tierra, consciente de que así ampliaría la base social de la causa independentista. Recordaba muy bien lo que había sucedido durante las dos primeras repúblicas de Venezuela, concluidas con derrotas desastrosas porque los criollos no habían realizado concesiones a otros grupos sociales, en busca de apoyos. Tenía, seguramente, buenas intenciones, un deseo sincero de corregir los abusos que habían sufrido los indígenas durante el dominio español, tal como señaló en el Decreto de Cundinamarca, de 1820. Deseaba, por ejemplo, que se les retribuyera con un salario monetario, no en especie, ya que de esa forma acaban endeudados con sus amos y perdían su libertad, porque nunca había forma de saldar cuentas.

El problema era que sus propósitos no estaban acompañados de un conocimiento profundo de la realidad indígena y su fundamento comunitario, algo muy difícil de comprender desde su individualismo burgués. En su concepción liberal, el mundo se dividía en propietarios que ejercían a título personal el dominio sobre sus tierras. Las comunidades nativas, en su opinión, constituían un resto arcaico del pasado, exactamente igual que los gremios, las viejas corporaciones que los revolucionarios decimonónicos dieron por finiquitadas. Por otra parte, en un momento en que la burguesía imponía su moral basada en el trabajo convertido en mercancía, resultaba difícil de aceptar un sistema de prioridades alternativo como el de los indios, que trabajaban lo necesario para vivir en lugar de vivir para trabajar.

No obstante, el Libertador tomó alguna precaución antes de entregar tierras a los que él denominaba  “naturales”. Hasta 1850, los nuevos propietarios no podrían vender sus tierras si no querían ver anulada la concesión. Intentaba así que los indios no fueran estafados. Ello no impidió que se vieran indefensos frente a los latifundistas, de manera que el acceso a la tierra continuó en el primer lugar de las aspiraciones campesinas.

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