Por: Pamela Cáceres
Se me sale. Cuando tengo mucha confianza o cuando la risa me gana o me pongo chistosa, se me sale. “Achachau”, a veces lo pienso. “Ananau” cuando exploto de ternura con mi retoño. “Alalau”, frío.
Palabras prohibidas en el hogar de infancia, también en ese colegio primario, privado, religioso y cusqueño. Achachau, un horror.
Luego secundaria, en un colegio estatal: achachau, a toda hora.
Ante el reproche familiar “Todas dicen achachau”, alego. Pero “tú tienes que distinguirte, no usar esas palabras, ni decir groserías, ni jugar con las manos”.
Decisión final: “achachau” en el colegio. En casa: “albricias, albricias…”.
Luego vino la chuspa andina y la llipta y los dientes verdes de tanto chacchar por pura pose. La casaca de manta y las chichas. Todo tan nice. Y uno dice waikicha y panay y mamacha y papacho y a ver quién se opone para repetirle cien veces más y hasta decir “achachau”.
En la fiesta de Paucartambo los niños bien cantan tan lindo en quechua para la Mamacha del Carmen. Antes de la borrachera, las niñas ricas repiten con soltura inimaginable “Dios yaya, Dios churin”.
Ahora, los grupos de rock se llaman en quechua y adaptan el “Cóndor pasa” y las “Vírgenes del sol” y movemos las melenas con la Sarita y los danzantes de tijeras. “¡Buenazo Uchpa!”. Los chicos guapos se han hecho pachamamistas para alcanzar rubias cósmicas.
Esperaríamos que llegara el trabajo y el hambre para que aquella locura cesara.
Se acabó la universidad: licenciada en Literatura y Lingüística. Toda una “profesorita, profesorita”, como cantaban los Campesinos. ¿O será profesorcita? “No se dice haiga, se dice haya”; “repitan los superlativos: paupérrimo, libérrimo, celebérrimo. Una vez más…”.
De pronto, Vargas Llosa sentencia que la Ciudad Blanca es la tierra donde mejor se habla español. El fetiche de la elegancia arequipeña condena a los migrantes, cusqueños y puneños, a ejercitar la paciencia. Se viene el aluvión, el ego hiperbólico. Y me lo comenta una colega de compuesto apellido, “Paradójico”, replico, “pues yo una cusqueña, soy la que se encarga de enseñar el buen uso del español en este lugar”. “Bueno, pero tú has tenido que estudiar, te has esforzado, en cambio los arequipeños lo heredamos, es nuestro contexto el que nos enseña a hablar bien, no la universidad, está en nuestra sangre, darling”.
Llega mi padre a Arequipa. Intento descubrir a este señor de morena frente coronada con rulos ordenados. “La catedral se derrumbó en el terremoto” le comento. “¿Y esos números romanos? ¿Puedes leerlos?”, me prueba. “No creo papá, con las justas sé que C es cien”. “¡Toda una profesora!”, reprocha. “Ay, achachau, papá” contesto con sorna.
“No, no puedes hablar así. Tu madre es una profesional, ella no te ha enseñado a hablar así. Ni yo ni tu madre hemos hablado así, JAMÁS. Qué dirá la gente, que cómo te hemos educado, qué dirá tu esposo, que de dónde vienes”.
“Okey, papá”, respondo.