Por Pamela Cáceres
«¿A qué huelen los amantes?», se habían preguntado, y él, inocente, respondió husmeando el cuerpo de ella como si fuera un chusco que se place con olores fuertes, incapaz del menor recelo. «¡Así no! así no», se reía ella «Estoy hablando en serio», pero él continuaba olisqueando, fingiendo buscar aquella fragancia en los alrededores de ese preciado hueso vertebral: ¡Maravilloso coxis!
Después de terminar, casi antes del sueño, ella había vuelto a plantear la pregunta «¿A qué huelen los amantes?». Lo hizo con determinación, y él tuvo que ponerse a reflexionar.
Vivieron los primeros tiempos jugando a «¿Cómo se oyen?» y a «¿Cómo se ven los amantes?». En el esplendor se observaron a sí mismos en el pequeño televisor de su cuarto mientras comían Doritos y ella le había pedido que apagara la videocasetera, que era un horror, que se veía pésima y que si seguía mirando no volvería a coger en su vida, así que él apagó aquel aparato con discreción, aunque después a hurtadillas observó un par de veces la cinta. Luego se habían escuchado y ella no paraba de reírse porque él gemía como si fuera un… Entonces él apretó stop con aire enérgico «Los amantes, ¡los amantes reales son un chiste!, somos ridículos cuando amamos», sentenció con aires de desparpajo, pero ella siguió burlándose «¡Seámoslo siempre!» y llegaron algunos besos que consolaron su amor propio y luego de unas veces más él había decidido gemir en confianza y sin precaución.
«No podemos, mi olor no es nuestro olor, mi olor es mi olor», dijo ella. En efecto, uno es incapaz de captar su propio olor, ¿a qué olía él? Sabía que ella olía como a floripondios, pero no, esto no era un cumplido, ella olía como a la última parte de la esencia de los floripondios, cuando todo lo bueno se ha marchado, los floripondios dejan una estela medio triste, medio pringosa, y ella olía así, y él lo sabía con precisión, pero no sabía, no podía saber cómo olía él mismo. En alguna ocasión le preguntó y ella le dijo que él olía a «¡hombre!» y él gruñó martillando su pecho desnudo como un babuino, aunque en realidad, aquella respuesta superficial no le gustó para nada, qué mayor desastre que dar algo que el otro amante es incapaz de retribuir.
Si él no podía saber a qué olía, cómo era posible saber a qué olían los dos, «¿Alguien más podría decirnos? O nosotros podríamos oler…», sugirió ella con cinismo, no claro que no, no llegaban a tanto, al fin de cuentas solo hacían el amor con locura pero no eran unos perversos, así que el tiempo pasó y olvidaron la pregunta y los buenos ratos.
Cuando llegó el silencio del final, ella salió llorando un poco. Era la media noche y él entendió que aquello sería la simbolización del fin, a veces es necesario romper las cosas por completo, destrozarlo, joderlo todo, había que reconocer que el desamor necesita también una buena dosis de pasión, así que no se preocupó y se quedó viendo la televisión hasta que durmió.
A la mañana siguiente despertó. Como ya esperaba, ella aún no había regresado. Decidió prepararse un té y bañarse. Más o menos a las diez oyó la cerradura y la escuchó ingresar. «Ya está, se dijo, todo ha quedado hecho una mierda». Ella se alistó para una ducha y se toparon en la entrada del baño. «Me voy», anunció él. Ella no lo miró. Fue entonces cuando él recordó aquella pregunta «¿A qué huelen los amantes?». Y la buscó con decisión, ella aceptó. Mientras besaba su cuello sintió los floripondios y algo más, identificó un olor a cigarro, pero esta era una esencia superficial, había algo más, le dio un poco de repulsión, pero decidió controlarse y llegar hasta el final, debía saber a qué huelen los amantes.