Ensayo por Percy Prado
Tres manifestaciones sociales han llamado mi atención en la trayectoria histórica de EE. UU. de la última década. La primera se dio en el contexto de las crisis de los niños y menores de edad migrantes. Las protestas a las que me refiero aparecen registradas en cientos de miles de lugares, pero de una manera especial en el conmovedor ensayo de Valeria Luiselli “Los niños perdidos”. Luiselli cuenta cómo un grupo de estadounidenses salió a la calle en rechazo del ingreso de infantes y adolescentes indocumentados que cruzaban la frontera huyendo de la violencia y la pobreza.
La escritora mexicana, residente en el gigante país del norte, cita el pie de una foto de Reuters tomada durante dichas protestas. La imagen muestra a una pareja de ancianos, «Thelma y Don Christie, de Tucson, [quienes] se manifiestan en contra de la llegada de migrantes indocumentados al poblado de Oracle, Arizona». ¿Qué amenazas puede representar para un grupo de ciudadanos de clase media la llegada a su país de niños migrantes? ¿Por qué –siguiendo lo narrado por Luiselli– es más fácil que las manifestaciones sean en contra y no a favor de los niños indocumentados?
En principio, el grupo que goza del reconocimiento en las relaciones de derecho y de valor niega la intervención y presencia de sujetos nuevos que no se correspondan con la idea que aquellos tienen de sí mismos como unidad social. Esto se evidencia en el hecho de que, por ejemplo, los residentes estadounidenses tienen derechos laborales que los migrantes ilegales no, y el hombre blanco tiene un “prestigio social” que el negro no posee.
En general, el rechazo al otro puede tener una base de distinto tipo: económica, racial, religiosa, etc.; no obstante, en el fondo de estos conflictos sociales hay un asunto moral que tiene que ver con el fenómeno de reconocimiento intersubjetivo. En otras palabras, los niños migrantes representan para un grupo de estadounidenses una amenaza contra su identidad y se les niega el reconocimiento (o se los menosprecia) al ser vistos y verbalizados como violentos o bárbaros; es decir, se los califica con estructuras mentales que se corresponden con el ideario colectivo de sujetos como Thelma o Don o como aquellos manifestantes que «ejerciendo su derecho a portar armas y mostrando su consternación», se congregaron a las fueras de un edificio que «podría llegar a albergar a jóvenes ilegales».
Las otras dos manifestaciones que llamaron mi atención se han dado en un lapso menor de un año. Son las protestas Las Vidas Negras Importan (Black Lives Matter), surgidas a raíz de la muerte de George Floyd; y las sucedidas hace pocos días en Washington en rechazo al resultado de las votaciones que acabaron con la derrota de Donald Trump. Me parece interesante compararlas con lo que nos cuenta Luiselli, pues estas marchas y disturbios también pueden ser vistos desde la perspectiva del reconocimiento como base de los conflictos sociales.
Las protestas masivas del Black Lives Matter no fueron en favor de Floyd (tampoco lo pudieron ser en favor de los niños), sino fueron más bien resultado de la sensación de menosprecio que experimentaron varios sujetos sobre su individualidad en las que lograron concernir a un colectivo. Es decir, lo hecho contra George Floyd –su muerte por asfixia a manos de un policía– se cierne como posibilidad sobre cantidad de individuos que gozan del reconocimiento del derecho y de la valorización en la sociedad estadounidense. No así lo hecho contra los niños migrantes –su muerte o limbo legal, su detención y reclusión en «hieleras», su deportación o expulsión sin miramientos…–, pues estos menores están fuera del principio de la responsabilidad moral y de las representaciones sociales de valor, carecen del reconocimiento social y sobre ellos se cierne el implacable desprecio de un grupo que los expulsa. Para decirlo en palabras más sencillas y, por eso, sesgadas: el crimen contra Floyd es contra uno de los nuestros; los otros, o sea, los niños migrantes, no nos conciernen.
De allí que el trato discriminatorio y muchas veces inhumano a los que fueron sometidos los menores indocumentados nunca originó una manifestación tan mediática ni tan grande como la de Black Lives Matter. En este asunto, el Estado cumple un importante rol de limpiador de conciencias. Los niños perdidos de Valeria Luiselli desnuda las responsabilidades tanto del gobierno estadounidense cuanto del mexicano. Los fundamentos y procedimientos legales descargan la responsabilidad y la culpa social frente a un problema que concierne, fundamentalmente, a ambas naciones, pero también a varias de las que están al sur del río Grande. Dicho de otro modo, el razonamiento es el siguiente: «es ilegal que estén aquí; enciérrenlos, sométanlos a largos procesos y expúlsenlos».
Este tipo de cinismo estatal se revela de una manera contundente en el reciente asalto al Capitolio por parte de manifestantes trumpistas. Según lo informado por las agencias de noticias, la gran mayoría de estos sujetos eran hombres blancos y no encontraron gran resistencia en su invasión a la sede del Congreso de EE. UU. Una imagen muy significativa de estos hechos es el video en el que se mira a un agente de la policía levantar una barrera para permitir el ingreso de los asaltantes. Los marchantes no solo tenían el apoyo del propio presidente del país, sino que además les asistía el reconocimiento y la valorización social de su condición individual y grupal. Lo que no pasó durante las protestas de Las Vidas Negras Importan, pues las fuerzas estatales las reprimieron con violencia.
Para concluir cabe recordar que todas las relaciones sociales entre los sujetos suponen un conflicto, pues implican el enfrentamiento de dos identidades individuales, pero también colectivas y sociales. Esta idea nos lleva a considerar que en el fundamento de las luchas sociales se involucra un conflicto de reconocimiento de los sujetos y, por ende, de los grupos. Tal como lo creía el filósofo alemán Alex Honnet, la lucha social está fundada en sentimientos morales de injusticia con base en el reconocimiento recíproco de los sujetos (o en su imposibilidad o menosprecio). A esto hay que agregar que en dicha dinámica, el Estado cumple una función nada inocente, así lo demuestran sus acciones y participación en la crisis de los niños migrantes, en las protestas del Black Lives Matter y en el asalto al Capitolio de los EE. UU.