Por: Fátima Carrasco Cateriano
Tengo una foto en blanco y negro de Garufa Consumada y su pequeña Gustaba. Aunque parece un diablito negro, era una gata delgada, flemática y sensata. No recuerdo que fuese juguetona. Cuando ella y sus hermanos tenían algunas semanas de vida, llegó una familia con tres niños de visita dominical. La niña dijo “la negrita es la que más me gusta”, aunque todos los gatitos de colores eran lindos.
Después, alguien más dijo “la negrita es preciosa, es la que más me gusta”. Así que a la hora de buscarle un nombre, la llamé Gustaba. Gustaba con b y no Gustava. A mi padre le hacía gracia que Gustaba se llamase así en virtud de la preferencia popular.
Esquelética, sus ojos verdes de un tono suave contrastaban con el pelaje negro.
Jamás conseguí que se alimentase como debería. Le di cucharaditas de hígado de pollo que ella rechazaba y —siempre mocosa— se aposentó en la ventana de la cocina. Durante un par de inviernos la deposité en la casa de los gatos, pero ella se salía Ipso facto. Decidió vivir en la ventana. Allí me observaba con ojos entornados, medio legañosos, que dejaba limpiarse, aunque con el tiempo se volvió más arisca.
No le gustaba sentarse en mis rodillas ni que le cepillase el pelito de terciopelo. No recuerdo que fuese una gran cazadora. La ventana era su hogar, el escaparate en el que decidió obsequiar la visión de su innata gracia.
Los últimos dos meses de su vida apenas comía un par de bocaditos.
A diferencia de Garufa Consumada y su estirpe, que enloquecían con los restos de lentejas, estofados, arroces y guisos de toda índole y condición, Gustaba había optado por la existencia metafísica, renegando así de la glotonería de los otros gatos. Siempre pensé que todo era cuestión de hallar un alimento de su preferencia, pero no tuve tiempo de descubrirlo.
Cuando tenía dos años y poco más, al final de un invierno, Gustaba pasó varios días sin asomar a la ventana. La maceta con plantas medio mustias que era su pedestal, estaba desierta. Gustaba llevaba diez días sin comer. Miré detrás de los macetones, hurgué en la casa de los gatos, que salieron incómodos y raudos. Pensé en la azotea y subiendo las escaleras encontré a Gustaba muerta. El sol calentaba ese rincón incluso en el invierno. Quizá tuvo frío, o le parecía poco decoroso morir en su casa escaparate. Se fue sin molestar, discreta, dejando un vacío que abarcaba mucho más que la ventana. La enterré cerca de ella.
Desde chiquita, Gustaba supo cuál era el sentido de su existencia: mostrar la inigualable distinción felina.