Cuento de Fernanda Lazo
Masia tendría otro hijo.
Su vientre abultado ya no le permitía ver sus pies y el dolor le atravesaba cada vértebra. Sentada ahora en la cama meditaba sobre el futuro incierto.
Si se hubiese conformado con su anterior vida ahora tendría cinco hermosos niños corriendo por las habitaciones de una enorme casa mientras el sexto venía en camino. Su marido, que trabajaba como contador, llegaría puntualmente a almorzar y ella, en medio de todos los ajetreos de casa debería hacerse un espacio para mimarlo y atenderlo.
Pensar en futuros hipotéticos la agotaba. Y pensar en su presente la sumía en un oscuro abatimiento del que tardaba días en salir.
Miró alrededor. La habitación es amplia, poco iluminada, las paredes son blancas y las pantallas que cubren las luminarias están sucias. El armario endeble, casi vacío, y la pequeña cama son el único mobiliario que llena el piso alquilado. Acaricia todo con la mirada. Acaricia su espacio, que le pertenece solo a ella, lo ha conseguido con tanto esfuerzo. Cuando sus ojos se cansan, saca del bolsillo del pijama un espejo, y se observa largamente. Sus ojos avellanos están opacos y tiene manchas en las mejillas. La gravidez nunca le había sentado bien.
La primera vez, cuando esperaba al mayor de sus hijos había visto caer su cabello a mechones durante nueve meses. Con el tercero, sus pies eran como dos grandes pelotas. No le entraban los zapatos y no le quedaba más que caminar sin ellos por la casa. Entonces se le helaban los pies por las noches y no podía dormir.
Eso era lo peor, el insomnio, las noches vacías en que sentada en su lado de la cama, escuchando los sonoros ronquidos de su marido, imaginaba una vida tranquila y solitaria, una vida que le pertenecía completamente a ella. Se cuestionaba si era necesario tanto sacrificio, tanta entrega, tanta abnegación para alcanzar la felicidad. Lo único indispensable era la paz de saberse sola y sin obligaciones. En esos instantes cuando tras atormentadas cavilaciones caía en cuenta de lo lejos que se hallaba de esa vida, con cinco hijos y un esposo a quienes cuidar, lloraba amargamente su suerte.
Ahora todo volvía a ser igual. Como si repitiera un círculo ineludible, y llevara una condena que la arrastraba al hoyo otra vez.
Masia siente en ese instante el desesperado anhelo del sueño y quiere tomarse un somnífero, pero cae en cuenta que no puede. Ve su vientre nuevamente y el rencor la invade. Piensa en el camino lleno de complicaciones que atravesó para sentirse, finalmente, realizada.
Solo le queda observar al amanecer imponerse a través de la ventana, mientras su memoria viaja al pasado y se adentra en esa Masia infeliz que limpiaba su casa y cuidaba de sus hijos. Esa Masia que era delicada flor en medio de la maleza, empequeñecida, a la sombra del éxito de su familia. Esa Masia que había desaparecido, junto a su esposo y sus hijos, en el fuego.
Aquella noche la luna era preciosa, brillaba fulgurante en un cielo limpio. Y el silencio de la oscuridad solo era roto por el crepitar apresurado de las llamas que devoraban cada ladrillo de la enorme casa. Así, el fuego paciente fue destruyendo todo, hasta que no quedó más.
La casa se hallaba en medio de un extenso jardín, a su derecha había un pequeño bosque de tupidos árboles, y a la izquierda un campo de maíz que no era cultivado por nadie. Masia, escondida entre los árboles, era testiga silenciosa del incendio. El vecino más cercano estaba a kilómetros de distancia, y la primera sirena se oyó tras muchas horas de espera.
Entonces inició la huida. En la mochila preparada desde hace mucho tiempo y escondida entre los arbustos llevaba unas pocas pertenencias.
Recorrió un largo camino, algunas veces la llevaron turistas que regresaban de vacacionar o parejas jóvenes que venían al bosque por privacidad. Tomó algunos autobuses informales, que no le pedían demasiados datos, y descansaba en moteles al paso. Terminó, al final, en un pueblo de la costa. Había una playa y un muelle al que llegaban pequeñas embarcaciones trayendo víveres para vender, y muchos bares, que alimentaban una fluida vida nocturna.
Al mes de instalarse, se acabó el dinero. Tuvo que encontrar un empleo. Tras una rápida búsqueda se quedó finalmente atendiendo en la barra de un bar. El dueño no hacía muchas preguntas y la paga era medianamente buena.
Los problemas empezaron a germinar cuando conoció a aquel hombre. Venía cada tarde a tomar algo de whisky, ella siempre lo atendía. Él la miraba silencioso mientras secaba los vasos tras la barra, y le contaba algunos chistes muy malos, de los que reía solo por cumplir.
Una de esas tardes se quedó hasta el cierre, fumando cigarrillos y tatarareando canciones irreconocibles. No recordaba su nombre. No recordaba mucho de él, su imagen se difuminaba entre tantas memorias. Esa misma noche terminaron en un descuidado hostal frente al mar.
Estuvieron juntos cada noche desde aquella cita, era parte de su rutina, lo hacían rápidamente y luego charlaban hasta la madrugada. Pero, tras algún tiempo, Masia dejo de encontrarlo interesante. Veía en él solo un escape a su remordimiento.
Entonces renunció a su empleo.
A la semana se enteró del embarazo.
No lo buscó. Sabía de sobra que aquel hombre huiría ante tremenda noticia. Solo conocía a un padre que celebraba con copas de vino la llegada de un hijo, pero aquel ya no existía, era polvo y ceniza.
Las primeras luces ingresan por la ventana. Masia se levanta y busca algún libro para pasar el rato. De seguir así no encontraría crema que pudiera borrar sus ojeras. La tentación de tomar alguna pastilla se hace más fuerte. Masia toma aire, buscando controlarse. Sabe de sobra, que la insípida mujer a la que entregaría el bebé que esperaba, a cambio de dinero, no lo recibiría si nacía enfermo o con alguna discapacidad. Masia ya no tiene fuerzas para buscarle otra familia. En realidad, no tiene fuerzas para nada más, y cuando la extenuación llega a rebasar sus límites, lo único que ronda en su cabeza es la muerte.
Vuelve a recostarse. Se siente cansada de buscar solución a todo. Lo único que quiere es una vida propia y esta parece escapársele entre los dedos.
Echada sobre las sábanas blancas, Masia recuerda la noche en que, sentada en el sillón de la sala de su enorme casa, llorando amargamente su suerte, oía al último de sus bebés despertarse. Sus pezones agrietados le mandaban punzadas de dolor para que no subiera a atenderlo. Nunca llegó a oír su llanto, tal vez solo imaginó que se despertaba, como si buscara un motivo.
Masia recuerda el preciso instante en que rozó la punta roja del fósforo en la caja, y acercó la pequeña llama a las cortinas azules que esperaban su destino, resignadas.