El buen soldado Hasek

Por Fátima Carrasco

La publicación póstuma de sus obras maestras es el curioso destino que comparten dos de los más grandes escritores checos. Tanto Franz Kafka (1883-1924) como su contemporáneo Jaroslav Hasek (1883-1923) solo conocieron la celebridad universal después de muertos. Hubiera sido interesante que también Milan Kundera siguiese ese ilustre precedente, muriendo antes de la aparición de “La insoportable levedad del ser.” A lo mejor así  hasta sería más interesante.

Lo cierto es que hace setenta y ocho años aparecía en Praga “El Buen Soldado Schweik” (1923), quizás la mejor sátira antibélica jamás escrita y una de las más importantes novelas humorísticas de la historia.

“Una gran época necesita grandes hombres. Y esos son aquellos héroes modestos y desconocidos, sin la gloria de Napoleón, y sin recuerdo. Un análisis de sus personas podría eclipsar la fama de Alejandro el Grande”, dice Hasek en el prólogo. El “héroe modesto y desconocido” es Josef Schweik, eximio criador de perros chuscos, que acaba envuelto en el maremagno más tremebundo del siglo veinte: la Primera Guerra Mundial.

“-Han matado a Fernando –dijo la administradora de la casa de pensión al Señor Schweik (…) -¿Cuál Fernando, señora Müller? –preguntó Schweik (…) -. Conozco dos Fernandos: uno de ellos trabaja para Prusia, el químico. Un día se bebió, por equivocación, una botella de tónico para el cabello…El otro es Fernando Kokoska, que anda por ahí recogiendo guano. Ninguno de los dos sería una gran pérdida”, así comienza la novela, con Schweik recibiendo la noticia del crimen de Sarajevo de una forma tan suya.

De peripecia en peripecia, Schweik acaba en la cárcel, el manicomio, torturado por la policía secreta, luego en el Real e Imperial Ejército de Austria-Hungría,  exaltado al tálamo de damas bellísimas, hambriento y ahíto, degradado y ascendido, sabio e idiota siempre, todo bajo el signo eterno del pícaro que Roberto Gómez Bolaños sintetizó con aquello de “sin querer, queriendo”.

Pero Schweik es un hombre pacífico y jovial; aunque el mundo se caiga presa de la monumental idiotez de la guerra, él seguirá fiel a su idiotez propia, a esa “debilidad mental crónica” diagnosticada miles de veces por médicos y jueces, y por sus propios amos, sea el capellán Katz, sea el teniente Lukács. Siempre repleto de consejas, dichos e historias ociosas y sin sentido, la cara-de-palo de Schweik ante los desastres que provoca o atestigua es un reflejo de la cara-de-palo del narrador Hasek, que como todo verdadero humorista, sabe narrar sus aventuras absurdas con  asepsia  casi de historiador militar o de cronista épico de la antigüedad.

El anarquismo de Hasek se filtra en esas páginas, tan cruelmente socarronas para la causa y símbolos del último imperio católico y repletas de capellanes “iluminados” durmiendo la mona después de farras de proporciones bíblicas. Pero a pesar del grosor de la sátira, no hay momentos grotescos e injustificados (tan comunes entre los “chistosos” actuales) y el libro se lee con frescura.

Es raro encontrar un gran escritor humorístico de izquierdas. La revolución –aunque se vista de Mona- aburrida y solemne casi siempre se queda. No por nada el primer chistoso de las letras occidentales fue Aristófanes, un reaccionario antidemocrático proverbial. Pero hay dos grandes excepciones, quizá el heterogéneo Shaw –amaestrado en la sátira por el católico Chesterton- y el buen soldado Hasek, que así nos demuestra esa verdadera virtud espiritual de los escogidos: poder echarse unas risas en medio de los Cataclismos de la Historia.