Testimonio por Pamela Cáceres
Volvió a suceder, volvió a suceder, el tiempo me dio la contra, una vez más —para mi placer—, y yo que decía “jamás”, “¡jamás!”. Ahora me he ganado la camiseta de un equipo de fútbol de mujeres. Yo que a los quince fungía de interesante denostando al juego de las multitudes… ¿Qué queda de aquella? Ojalá, nada.
No me emociono mucho, no se ha descubierto ningún talento. Soy suplente en la competencia, pero en la pichanga soy “defensa neta”, me han dicho mis nuevas amigas. No meto goles, pero cuido la casa; una metáfora quizás.
Ya he perdido un par de lentes, a veces me han salido unas lagrimitas. No aguanté los reproches y decidí irme en mitad del juego. “¡Hoy no es mi día!” disimulé, mientras me ponía la casaca y soltaba maldiciones entre dientes llena de resentimiento; juraba no regresar más. “¡Ay! ¿Cómo si de alguien fuera su día? ¡Por favor! ¡Ya juega nomas! ¡Juega nomás!”.
Pero, después del trabajo, de los avatares del día, existe cierto gusto en subir hasta El Herraje, una canchita en lo alto de un cerro de Sabandía y correr y meter el cuerpo, y marcar y empujarse, en sacar el pie, en cabecear, (en decir palabrotas), en levantar los brazos de gloria porque la delantera de tu equipo la metió magistralmente, en pelearse porque se olvidaron de anotar nuestro gol, en sentirte fuerte… por dos horas.