Recuerdos de Artidoro Velapatiño

Por Gabriela Caballero

Durante un tiempo del primer año en la universidad, un cowboy fue mi profesor de matemáticas. Lo que a muchos de mis compañeros les parecía demasiado extravagante de un docente universitario, a mí me resultaba bastante tierno —He crecido con la moda de películas del oeste y sus personajes me son familiares—. Artidoro Velapatiño vestía camisas con cuadros, jeans y botas; llevaba los cabellos crecidos y desordenados. Entonces no imaginaba que años después estaría junto a él presentando su poemario “Olvido que nunca llegas”.
Cuando Willy y yo lo encontrábamos por la calle, apenas nos saludaba y casi siempre lo veíamos perderse entre las avenidas: es un hombre extremadamente tímido; sin embargo, en algún momento nos tuvo confianza y empezó a invi-tarnos no solo a su cumpleaños sino también al de Caleb, su gato. Quien parece ser consciente de la celebración; pues esa única fecha permanece entre nosotros, dejándose acariciar por todos. La fiesta del minino tiene mayor número de asistentes. Y Archi (como lo llamamos sus amigos) siempre dice complacido, que se debe a que el gato posee más pedigrí. En aquellas reuniones, nos hemos vuelto invitados habituales y normalmente nos quedamos hasta altas horas de la madrugada, conversando de poesía, libros y música.
La noche que presentamos el poemario de Artidoro Velapatiño, hizo frío en Tacna. Era otoño y el patio principal de la Casa Zela, con las hileras de árboles extendiéndose a sus costados, me recuerda la tierra de mis padres. Las personas se han ido aproximando unas a otras, para contrarrestar la baja temperatura. He temblado ligeramente, y no por el frío. Estoy profundamente conmovida. De algún modo, siento que formo parte del libro mismo. Había leído aquellos poemas mucho antes, cuando Willy se propuso publicarlos de una forma u otra. Y aquí estamos, con el libro editado por nosotros, esperando al maestro de ceremonia.
Pienso que el título del libro, “Olvido que nunca llegas” en realidad no alude a la necesidad de olvidar, sino a la existencia de cosas que no deben ser olvidadas. Está estructurado en torno a dos poemas: Ricardo III (homenaje a los amigos), de mayores cualidades líricas; y Walpurgis Nacht (canto épico de la tragedia), de tono narrativo.
Quizá descubrir que Archi, además de matemático y poeta, es cinéfilo; me lleva a relacionar su poesía con el cine. Al leer el segundo texto, imaginaba una película de terror. Siempre me ha atemorizado este género; pero pocas veces he resistido no verlo. Es el juego del miedo que atrae, repele y vuelve a seducir. El protagonista del poema despierta en medio del camino a su pueblo, sin apenas recordar qué hace allí ni cómo ha vuelto. Es la noche de los diablos y las criaturas bebedoras de sangre (vampiros, lobos, arpías…) habitan el mundo. El hombre ha sido convocado por los muertos. Sin embargo, el horror sobrepasará lo fantástico para revelarnos una terrible verdad que transfigura totalmente una escena hasta entonces conocida.
La gente parece tener más frío, el maestro de ceremonia no llega y Willy debe asumir esta función. No está vestido para la ocasión, pero estos son gajes del oficio. Luego oiremos el triste canto del charango. Al contemplar a mi esposo, vestido con jeans y camisa con cuadros, debí pensar que no existen las casualidades y las cosas suceden por algo. Esta noche, gracias a él, he recuperado la imagen del cowboy que una vez fue mi profesor de matemáticas.