Hemingway en el Perú

Por Omar Zeballos

“Quiero que todo esté en orden, Pablo. Hoy tendremos mucho movimiento”, dijo en un castellano masticado el polaco Sigmund Prater, administrador del exclusivo Fishing Club de Cabo Blanco, al fiel barman Pablo Córdova Ramírez.
“Quién vendrá ahora”, pensó, mientras limpiaba la barra del bar a una hora poco usual, aunque no le extrañó de manera especial, pues estaba acostumbrado a ver el hotel lleno de gringos extravagantes que bebían a cualquier hora y que sólo hablaban inglés, un idioma del que apenas entendía algunas palabras.
Unos días antes había llegado al Fishing Club, un grupo de norteamericanos cargados de enormes cajas y maletas de gran tamaño, y se esperaba el arribo de alguien “famoso”; y aunque para él aquella palabra era una más en su vocabulario diario, no imaginó que cobraría su real dimensión esa misma mañana del 16 de abril de 1956.
32 kilómetros al sur, un punto en el horizonte seguido de un persistente ruido apenas audible por los vientos matutinos alborotó al grupo de periodistas que esperaba desde las 6 de la mañana en el campo de aterrizaje de la Internacional Petroleum Company en Talara, un campamento petrolero situado a mil kilómetros al norte de Lima.
Eran las 8 de la mañana cuando el avión Douglas DC-6b de la compañía aérea Panagra procedente de Miami, aterrizó en el viejo aeropuerto. El ruido de los cuatro motores del avión apenas permitía la conversación entre los reporteros que habían viajado especialmente desde la capital para estar allí.
La tensión iba en aumento y los minutos en que demoraba en estacionarse aquel enorme avión de pasajeros, hacían interminable la espera; hasta que finalmente se detuvo y momentos más tarde se abrió la puerta y una bella aeromoza de cabello rubio asomó su cuerpo hacia la escalinata. Detrás de ella apareció la enorme figura del famoso escritor norteamericano Ernest Hemingway. Vestía un traje gris y tenía puesto un gorro blanco. Descendió lentamente la escalinata, seguido de su esposa, Mary Welsh y apenas divisó a los reporteros levantó la mano y dijo en perfecto castellano: “Hola, colegas”.

Días atrás un cable de la agencia United Press, llegó a los teletipos de los tres más importantes diarios de Lima, El Comercio, La Prensa y La Crónica, la noticia que el afamado escritor llegaría al Perú para “dirigir el rodaje de la película El viejo y el mar”. En efecto, Hemingway había escuchado de boca de un experto pescador, Kip Farrington, que existía un paraíso de la pesca de altura donde reinaba el fabuloso merlín negro (el velero negro de los mares, idéntico al que describió en su laureada novela) en una escondida caleta de un país sudamericano llamado Perú. Hemingway sólo había visitado México en alguno de sus múltiples viajes alrededor del mundo, pero nunca un país sudamericano.
Los directores de los diarios limeños dispusieron de inmediato que sus principales redactores viajen al norte del país a esperar al afamado escritor, pues para entonces, Hemingway había ganado ya el premio Pulitzer por la novela “El viejo y el mar”, publicada en la vieja revista Life el 1ro. de septiembre de 1952, y dos años más tarde el Premio Nobel de Literatura; por lo que se trataba de un gran acontecimiento noticioso que tamaña figura de la literatura pise suelo peruano.
Así, tres reporteros hicieron maletas y enrumbaron al norte del país, se trataba de Manuel Jesús Orbegozo (La Crónica), Jorge Donayre Belaunde (La Prensa) y Mario Saavedra-Pinón Castillo (El Comercio), cuyos destinos quedarían marcados para siempre, tocados por la estrella de Ernest Hemingway.

Los tres recuerdan como si fuera ayer que el escritor irradiaba un enorme carisma y contrariamente a lo que imaginaron, era dueño de una enorme sencillez que rompió desde el primer momento esa aura de la que están envueltos los famosos. “Un hombre corpulento, no tan alto como aparece en las fotografías, de rostro muy rosado, casi rojo, de barba crecida y de pelo largo y cano y que tenía la cabeza cubierta con un gorrito (jockey), descendió del avión…”, escribió Jorge Donayre en su crónica para La Prensa.
Con él, llegó su esposa Mary Welsh, siempre con una amplia sonrisa en sus labios; además de sus inseparables amigos cubanos, Gregorio Fuentes, capitán de su yate “El Pilar” y Eliseo Argüelles, ambos compañeros de aventuras de pesca, que vinieron en busca del merlín negro. En aquel vuelo, también arribaron algunos de los productores de la película y el presidente del Fishing Club de Cabo Blanco, el millonario peruano Enrique Pardo Heeren, dueño de un banco y de enormes plantaciones de caña de azúcar en el norte del país, hombre muy vinculado al jet set y al mundo de las finanzas; curiosamente el único peruano que integraba el reducido y exclusivo grupo de socios multimillonarios que formaban parte del Fishing Club.

Hemingway estrechó la mano de cada uno de los periodistas y agradeció que hayan venido hasta Talara para esperarlo, expresión que los sorprendió sobremanera, más aun cuando el celoso Prater, se empeñaba en evitar mayor contacto de la prensa con él y les había advertido que el escritor “llegaría cansado y no los recibiría”. Allí mismo se improvisó una rueda de prensa y Hemingway hizo notar que la cojera que mostró al bajar del avión era producto del impacto de una esquirla de obús recibida durante la guerra y cuya secuela le dejó esa cadencia similar a la de un enorme gorila cuando caminaba. “En realidad –dijo luego de una breve carcajada- no me preocupa mucho la impresión que da mi cojera, ni la forma en que me visto. Prefiero no verme en un espejo”, remarcó divertido.
Les contó que venía al Perú por tres o cuatro semanas, no sólo para ver de cerca la filmación de la película basada en su novela “El viejo y el mar”, que había iniciado ya en Cuba el director John Sturges; sino fundamentalmente para capturar un ejemplar de merlín negro de las dimensiones que se requerían para el film.
Parado a unos pasos de la escalinata del avión, Hemingway respondió a todas las preguntas que los periodistas le hicieron, sin rehusar a ninguna de ellas y cuando lo invitaron al salón del aeropuerto para charlar, éste les respondió: “Prefiero quedarme aquí, porque detesto estar sentado; además no estoy cansado. Yo no me canso nunca. Qué me voy a cansar en ese pajarraco”, señalando al avión y soltando una sonora carcajada. Hemingway estaba de buen ánimo y a pesar de la buena disposición que tuvo para conversar con sus colegas, había cierto rasgo de impaciencia, pues la adrenalina empezaba a circular por su sangre y quizá sólo quería terminar para subirse a una embarcación y sentir la brisa marina en su rostro.

Las preguntas iban y venían, Hemingway las respondía todas, algunas con frases cortas y otras que terminaron en profundas reflexiones.
-¿En cuánto tiempo escribió “El viejo y el mar”?
La escribí en 80 días, pero la pensé 13 años. Lo que quiere decir que primero hay que vivir y luego escribir sobre una verdad profunda, y eso tiene más valor que la misma literatura.
-¿Cuál es su próxima aventura?
No se, las aventuras viene a buscarme.
-¿Es usted republicano o demócrata?
Ni lo uno ni lo otro. Mis antepasados sí fueron políticos. Mi abuelo era muy jodido. Fue un republicano que nunca se sentó a la mesa con un demócrata.
-¿Es verdad que le gusta la bebida?
Los periodistas tenemos que aguantar tanto que sólo nos calma la bebida.
-¿Y no le hace daño?
Nunca me ha hecho daño.
-¿Cómo se explica que siempre haya salido vivo de los accidentes?
He tenido suerte.
-¿Suerte o es que usted no le tiene miedo a la muerte?
¿La muerte? –se repreguntó Hemingway- La muerte es una puta más con la que no quiero acostarme.

En ese momento el avión de Panagra encendió sus hélices y la ráfaga de viento casi vuela el gorro del escritor; este logró cogerlo y dijo sonriente: “Cómo jode este avión”. Allí terminó la conferencia de prensa, pues el séquito que lo rodeaba le dijo que la camioneta que lo llevaría a Cabo Blanco estaba lista. Hemingway se despidió de cada uno de los periodistas, se encaminó lentamente hacia el vehículo y se trepó en él con cierta dificultad.
Mary Welsh esperó a que subiera su marido y antes de entrar, volteó hacia los periodistas y les dijo, también en buen castellano, “Ernest es un buen muchacho”.
Los automóviles se perdieron en la carretera rumbo a la caleta, para recorrer los 32 kilómetros que la separaban de aquel aeropuerto construido por la marina de los Estados Unidos en lo que fuera una base militar norteamericana denominada “El Pato”.
Apenas llegó la delegación a las instalaciones del Fishing Club de Cabo Blanco, Hemingway se acomodó en la habitación Nro. 5, dejó el traje y se puso un short que dejaba al descubierto sus poderosas pantorrillas, una camisa larga de manga corta, atada con un cinturón, su infaltable gorro blanco y unas enormes zapatillas de lona negra. Estaba ataviado para enfrentar las aguas del mar peruano en busca de su presa.
Comió algo ligero y casi de inmediato dispuso todo para salir de pesca. Cogió su caña de bambú prensado y junto a Kip Farrington, abordó la embarcación bautizada como “Miss Texas”. Lo primero que hizo fue palmear cariñosamente al capitán del yate, Jesús Ruiz y a toda la tripulación; luego se sacó las zapatillas y empezó a untarse una pomada en el rostro para proteger su piel; pues como revelaría su médico y amigo José Luis Herrera Sotolongo, Hemingway padecía de cloasma melánico, una especie de “cáncer benigno” que le producía una descamación en la frente y en la zona de las cejas, además de un enrojecimiento exagerado de la piel por la constante exposición al sol.
Aquel día al morir la tarde, regresó bastante satisfecho, pues elogió las aguas de Cabo Blanco y con esa sonrisa de niño característica en él, mostró dos enormes corvinas plateadas que había capturado durante su primera incursión.

Esa noche, luego de la cena, se sentó en la barra del bar y pidió un vaso de whisky y uno de agua, y le preguntó al barman cómo se llamaba. Pablo Córdova se convertiría a partir de aquella noche en su confidente de pesca, pues pasaría largas horas charlando de cosas triviales mientras bebía innumerables vasos de escocés.

Los periodistas, insatisfechos aún con la cordial rueda de prensa ofrecida por el escritor aquella mañana e impedidos de entrar en el hotel del Club, se reunieron en un bar cercano para hacer un “pacto de caballeros” mediante el cual se comprometían a que ninguno hiciera nada a escondidas de los demás. Esa misma noche, el famoso pacto se rompería inevitablemente, pues Hemingway era una presa demasiado apetitosa para un periodista.
Mientras Donayre y Orbegozo se fueron a calmar sus calores al pueblo de El Alto, Mario Saavedra se acercó al hotel y gracias a sus dotes de relacionista público, logró entrar al bar donde se encontraba Hemingway. “Yo era un muchacho de 25 años y él era una leyenda viva, era el personaje que siempre quise entrevistar y me lo encontré en mi camino”, confesaría 50 años después cuando recordó aquella inolvidable noche.

Hablaron de Antonio Ordóñez Araujo, el legendario torero español íntimo amigo del escritor, pues Saavedra era a la sazón cronista taurino y conocía muy bien a los matadores que por aquella época llegaban a la plaza de Acho en Lima. También le explicó sobre el “blended”, esa extraña manera de beber el whisky, pues lo tomaba puro e inmediatamente bebía un gran trago de agua, porque le gustaba que la mezcla se produzca en el estómago.
Pero la confesión que le hiciera aquella vez cuando hablaron sobre la película que estaban filmando y que lo trajo al Perú, fue que no estaba conforme con la actuación de Spencer Tracy encarnando al viejo Santiago de la novela, pues lo veía regordete y con poca agilidad. “Yo hubiera preferido a Errol Flynn”, le dijo Hemingway. Por esa u otras razones, el film de Sturges resultó un fracaso de taquilla.

A la mañana siguiente, el reportero de La Crónica, Manuel Jesús Orbegozo, esperaba a sus colegas en el comedor del pequeño hotel para planificar el día; sin embargo, ninguno daba señales de vida. Extrañado se acercó al muelle de pescadores y allí se enteró que cada uno había alquilado una lancha y se hicieron a la mar en busca del “Miss Texas” donde estaba Hemingway.
Desesperado por la trampa, Orbegozo corrió hacia el otro extremo del muelle y divisó el “Pescadores II”, el yate donde se embarcaba Mary Welsh, así que sin pensarlo dos veces, cogió un cooler donde se encontraba la comida que subirían al yate y haciéndose pasar como parte de la tripulación, abordó la embarcación. Sigilosamente se metió en el baño y se encerró allí a la espera que zarparan.
Media hora después, salió de allí y su presencia causó alarma entre los acompañantes de la mujer; pero tras las explicaciones del caso y el apoyo de los pescadores, Mary Welsh aceptó que se quedara. Fue así que logró navegar junto a la esposa de Hemingway y ser testigo de excepción de aquel día de pesca y de conversación amena con la última mujer del escritor.

Las embarcaciones navegaban casi paralelamente y por momentos se acercaban tanto, que Hemingway y su mujer podían intercambiar algunas frases en inglés. El resto del tiempo era un tributo a la contemplación. Ella disfrutaba viendo a su marido tirar de la caña, dar órdenes al capitán para enrumbar la embarcación hacia las corrientes marinas en busca de los cardúmenes de anchoveta que los lleve hacia su ansiada presa. Pero el santo estuvo de espaldas al escritor, aquella jornada de pesca fue infructuosa; salvo algunas jibias intrusas que engancharon en los anzuelos, no hubo rastros del merlín.
Pero Orbegozo, sí consiguió una presa, conversar de algunas intimidades con Mary Welsh, allí supo cuánto amaba aquella mujer a Hemingway. “Me casé con el hombre al que amo y no con el novelista al que admiro”, le confesó.
Lo que sigue es un revelador diálogo que el periodista tuvo con ella:
“Nos conocimos en Londres, cuando él y yo éramos corresponsales de guerra. Solíamos conversar mucho de la vida enfundados en unos pesadísimos capotes militares, mientras la neblina se empecinaba en tumbar al Big-Ben. Nos enamoramos a primera vista. En 1945 nos separamos para reunirnos luego en Cuba”.
-¿El es humano por naturaleza?
No podría decírselo yo. Cuando recibió el Premio Nobel manifestó que estaba muy contento, pero que él se lo habría dado a Carl Sandburg. Al recibir los 35 mil dólares, “Papá” entregó al chofer y a todos los que nos acompañaban en la casa, 10 sueldos de gratificación. Lo cual no quiere decir que sea muy humano, pero en fin…
-¿A usted qué le dio?
A mi me ofreció una escopeta que esperábamos comprarla en París. También me dio un cheque de dos mil dólares.
-¿Y les queda mucho de aquel Premio Nobel?
Mary sonrió y dijo: “Yo no tengo nada, sólo lo tengo a  él”.
Al caer la tarde, las embarcaciones retornaron a Cabo Blanco con las bodegas vacías. Esta vez los merlines huyeron de las cañas de Hemingway.

Los días en Cabo Blanco se hicieron rutinarios. Ernest Hemingway se levantaba al amanecer con un desayuno que consistía en dos huevos duros, tostadas con mantequilla y mucho café. Hacia las 8 de la mañana ya estaban embarcándose. Junto a los aparejos de pesca siempre había una botella de whisky o gin. La jornada era invariablemente de diez horas en alta mar, y al caer la tarde, ya todos estaban en el hotel, para iniciar las noches de tertulia y conversación. Abundantes ensaladas en la mesa y una exquisitez culinaria que encandiló a Mary Welsh; el famoso lomo saltado, típico plato peruano hecho de lomo fino de res, cortado en trozos y salteado a la sartén con cebolla y tomate, y servido con arroz blanco. Tanto le gustó, que la mujer de Hemingway pidió la receta que anotó cuidadosamente en su diario.
Aquellas noches de bohemia terminaban invariablemente a las 10 de la noche, cuando ya varias botellas de escocés estaban vacías; entonces el escritor se levantaba del taburete junto a la barra de Pablo Córdova, el querido barman, y se iba a sus habitaciones a descansar.

Cabo Blanco era conocido mundialmente por los famosos pescadores de altura; allí confluían la fabulosa Corriente de Humboldt y las aguas tropicales de la línea del Ecuador, generando un ecosistema marino ideal para la reproducción de los grandes peces de altura, entre los que estaban los merlines, los peces espada, atunes y dorados.
Allí estaba este exclusivo Fishing Club fundado en 1951 por Kip Farrington y Tom Bates, y conformado únicamente por 20 socios que pagaban una membresía de 10 mil dólares anuales. Mantenían una rigurosa lista de miembros para evitar que ingrese gente que ellos no conocían. Se cuenta que muchos millonarios intentaron pertenecer al famoso Club y que incluso hubo un pescador que quiso pagar hasta 50 mil dólares para pertenecer al Club y no lo dejaron.
Por allí pasaron como invitados, grandes estrellas de cine, como John Wayne, Marilyn Monroe, James Stewart, Gregory Peck, Cantinflas o el torero Luis Miguel Dominguín, que llegaban de incógnito a Cabo Blanco a pasar semanas lejos de los flashs de la prensa y de la agitada vida en Hollywood.
Allí se estableció el record mundial de pesca de altura, cuando Alfred Glassell Jr. logró capturar un merlín negro de 710 kilos y de 4 metros y medio de largo; el mismo que hasta hoy no ha sido batido.

Así pasaron los días en Cabo Blanco, y los hombres de prensa tuvieron que partir hacia Lima; pero antes decidieron hacerle llegar un obsequio, así que compraron una botella de pisco, un delicioso destilado de uva típico del Perú, en cuya etiqueta le escribieron un extracto de un poema dedicado al famoso pisco, junto a breve dedicatoria que decía: “Mientras lloren las uvas, yo beberé sus lágrimas”, y un poco más abajo, Jorge Donayre dibujó un enorme merlín negro y firmaron los tres periodistas. Hemingway recibió el presente, esbozó una sonrisa y les dijo: “Yo beberé estas lágrimas y después guardaré la botella”. Se tomó las últimas fotos que se tienen registro en Cabo Blanco y se despidió de sus colegas.

Fueron 32 días los que permaneció Ernest Hemingway en el Perú, entre largas y exitosas jornadas de pesca, en que logró capturar alrededor de una docena de enormes merlines negros a los que hacía saltar fuera del agua para que el equipo de filmación de la Warner pudiera captar las mejores imágenes para la película.
Allí dejó grandes amigos, como Pablo Córdova que aún vive recordando a “Don Ernesto” en el pequeño bar que hoy tiene en la vieja y olvidada caleta; y también los periodistas, dos de los cuales viven, y que saben que aquella comisión que los llevó al norte del país, los marcó para siempre.
Al volver a los Estados Unidos, Hemingway dijo a la revista “Look”: “Pescamos 32 días, desde la primera hora de la mañana hasta que era difícil fotografiar y el mar se levantaba como si fuera una enorme colina con nieve en la cima. Se podía mirar desde la cresta de la ola hacia la orilla los vientos de arena que esculpían las colinas de la costa”.
Sin embargo, muchos años después de la muerte del escritor, la hija de Marlene Dietrich, María Riva, entregó al JFK Library and Museum de Boston, 30 cartas escritas por Hemingway a Marlene entre 1949 y 1959 que incluyen pequeños relatos y poemas; y obviamente confesiones íntimas a la que fuera amiga y amante del escritor. Una de esas cartas, está fechada el 21 de mayo de 1956, escrita en Cabo Blanco, Perú; es decir 36 días después de su llegada. Entonces tal vez no fueron 32 días los que permaneció el escritor en esa caleta, sino muchos más. Pero esa es otra historia.