“Todo era de segunda mano”
Nada nos pertenecía en esa casa llena de cajas que contenían las posesiones de su dueña. Por medio de su sobrino, a quien le encargó que se ocupara de alquilarla y que era amigo de un amigo de mi reciente marido, nos había mandado a decir que podíamos usar todo lo que quisiéramos: desde la vajilla hasta los aparatos eléctricos, la cama de dos plazas, las mesas de noche, la cómoda e incluso las alfombras, los adornos y los cuadros. La ropa de cama, las toallas, los manteles. Todo. La única condición era que antes de irnos, cuando nos fuéramos, si nos íbamos porque así lo decidíamos o porque ella, nunca se sabe, nos lo pedía, debíamos dejar todo tal como lo habíamos encontrado en el depósito: cada cosa en su respectiva caja; cada caja con su etiqueta[1]. Como si no hubiéramos usado nada; como si no hubiéramos habitado esa casa. Como si fuéramos fantasmas.
La casa se había convertido en un depósito que ella no quería ver ni pisar. No se sentía capaz de volver al lugar donde su esposo había muerto súbitamente mientras dormía. Le recordaba demasiado el horror de lo acontecido desde el momento en que despertó sobresaltada porque sonaba la alarma del despertador y él seguía durmiendo como si no la escuchara. Irritada, lo increpó: apaga el despertador, sabes que cuando me desvelo no puedo volver a conciliar el sueño. Solo a ti se te ocurre ponerlo a las 5 de la mañana ¿acaso tienes algo que hacer? Y era verdad, tenía razón: hacía un año que se había jubilado pero no podía, o no quería, perder la costumbre. Toda su vida se había levantado a las 5 a.m. para llegar a tiempo al trabajo y aunque ya no trabajaba seguía poniendo el despertador a esa hora. Se levantaba y salía a caminar o a meditar o al gimnasio. Cualquier cosa con tal de no quedarse a remolonear en la cama. Odiaba remolonear.
No soporto dormir con este hombre, se dijo una vez más, sin saber que sería la última vez.
¡Apaga esa mierda de alarma!
Apaga esa mierda, apaga esa mierda, a p a g a e s a m i e r d a.
A pesar de los gritos, el despertador seguía sonando.
Estaba muerto, por eso no lo escuchaba.
Había muerto, le explicó luego un amigo médico, durante la madrugada. Entre la 1 y 3 a.m. precisó el forense. Silenciosamente. O tal vez susurró algo, gritó, se quejó de dolor, pidió ayuda; pero ella tenía, siempre lo tuvo, el sueño pesado. Lo único que la despertaba era la alarma del viejo despertador, quizá por la costumbre de levantarse con él cada mañana para prepararle el desayuno y la lonchera que llevaba al trabajo porque tenía el estómago delicado y la comida de la calle le caía mal. Así había sido durante los 25 años de matrimonio; los 25 que él había trabajado en una oficina del Ministerio de Agricultura sin faltar un solo día.
El mismo día del entierro contrató a unos hombres para que embalaran todo: desde los muebles hasta la vajilla; su ropa de invierno (la de verano no; era verano y la estaba usando), la ropa de invierno y de verano del muerto, sus zapatos, libros y revistas; el televisor, su radio, su equipo de música, sus viejos e inútiles LPs, sus aparejos de pesca y cuanta cosa habían ido acumulando durante los 25 años que ella y él habitaron esa casa. Lo único que se llevó la viuda, aparte de su ropa de verano, fue el reloj despertador.
A esa casa convertida en depósito llegamos él y yo, jóvenes y hermosos recién casados, en un taxi directamente del aeropuerto cargando todo lo que poseíamos: dos maletas y un baúl. Y mientras el taxista sacaba nuestras pertenencias de la maletera percibí un olor extraño, como el del cementerio cuando sacas el agua turbia de las pequeñas jardineras que adornan los nichos. Como a flores pudriéndose. Al entrar, se hizo más intenso. Seguro lo velaron acá, en la sala y hubo muchas flores y coronas. Ya va a pasar. Y abrimos puertas y ventanas. Después, como no pasaba, empecé a limpiar los pisos con líquidos que olían a lavanda. Pero el olor seguía ahí. Un día él dijo: ya no huele, cierra las ventanas, no limpies tanto. Te estás volviendo maniática. Era como si se me hubiera pegado a la piel. Mis manos, brazos, piernas, mi pelo; toda yo olía a agua podrida de flores.
El olor a agua podrida se me pegó al cuerpo como una segunda piel aquella noche cuando él y yo entramos a esa casa, mientras mis amigas allá en la provincia imaginaban que estaba instalándome feliz en el que sería mi “nidito de amor”.
Tal vez por el reciente nuevo olor y porque sabía que unos meses atrás había muerto en silencio, o ruidosamente, un desconocido en la cama en la que inauguramos nuestra vida conyugal, no pude dormir esa noche; ni la siguiente, ni la siguiente. No dormí hasta cuando él, siete días después, se convenció de que debíamos comprar una nueva cama. Ocultamos el colchón donde habían dormido el muerto y la viuda durante toda su vida conyugal en el cuarto que hacía las veces de depósito y al que nunca más me atreví a entrar.
Al olor a flores podridas terminé acostumbrándome.
Porque éramos jóvenes y rebeldes, porque estábamos en contra del liberalismo económico y de la sociedad de consumo, o porque creíamos que el amor era suficiente, que colmaba nuestras ansias y satisfacía todo deseo o necesidad, no compramos nada más. Nos apropiamos de todo (o casi todo) lo demás: una cocina de cuatro hornillas casi nueva; una vieja refrigeradora cuyo motor sonaba día y noche pero con más frecuencia e intensidad durante la noche; una vajilla con platos que tenían pececitos de colores pintados a mano; el juego de cubiertos, cuchillos, las cucharas de palo, los moldes para hornear queques y bizcochuelos; las ollas y los sartenes; las jarras y las copas, los vasos. También de la canasta donde se tiraba la ropa sucia.
Nos apropiamos de la mesa de comedor que tenía manchas enormes como si hubieran colocado ollas calientes y jarras y vasos de agua fría sobre la madera. Pero la ropa de cama y las toallas de la viuda se quedaron en la caja tal como las habían embalado. Mi madre, aunque opuesta a la boda, cumplió su papel y mandó a preparar lo que en esa época se llamaba “el ajuar de la novia” que consistía en entregarle a la hija un baúl, el baúl con el que llegué, que contenía juegos de sábanas, cubrecamas, toallas, manteles y servilletas; todo confeccionado a mano, con minuciosa dedicación. Gracias a su diligente trabajo no eché en falta esos enseres y me libré de usar la ropa de cama de la viuda. Mientras bordaba los manteles que mi madre le había encargado para el ajuar, la señorita Coralí tal vez imaginaba que adornaría románticas cenas nocturnas alumbradas con velas de colores y rociadas con delicados vinos que despertarían nuestra sensualidad y nos dispondrían al amor en nuestro hogar dulce hogar. Nunca hubiera imaginado que sus hermosos manteles cumplirían la función de disimular las manchas y las marcas dejadas por sus antiguos dueños en esa vieja y sucia mesa del comedor.
Tuve que conformarme con los muebles de sala que la viuda había comprado años atrás en una mueblería de Lince. Estaban tapizados con un terciopelo, o imitación tal vez, de color verde palta y una greca dorada en los bordes. El sillón era enorme y sirvió de cama incontables noches para los amigos que se quedaban a dormir porque se emborrachaban, porque les daba pereza irse o simplemente porque no tenían dónde pasar la noche: muertos de hambre, vagabundos, hippies, desempleados que se hacían llamar poetas. Algunas noches fue mi cama cuando él empezó a llegar tarde oliendo a una mezcla de cigarro, alcohol y un perfume irrespirable.
Un día, el sobrino de la viuda encargado de cobrar el alquiler nos comunicó que debíamos irnos: su tía se acababa de casar y había decidido vivir con el nuevo marido en su casa de siempre. Cumplimos el contrato: guardamos todo lo que habíamos usado, embalamos los muebles y dejamos la casa convertida otra vez en un depósito lleno de cajas, cada una con una etiqueta que anunciaba su contenido. Tal como nos habíamos comprometido, no dejamos una sola huella de nuestro paso; solo el colchón: no valía la pena contratar un camión de mudanza para transportar un colchón viejo. Lo dejamos en el cuarto que había hecho las veces de depósito. Volvimos a colocar el colchón que había sido del muerto y de la viuda en la habitación matrimonial, tal como lo habíamos encontrado cuando llegamos esa primera noche. Tal como lo había dejado la viuda al día siguiente del entierro. Habían pasado 25 años.
Me pregunto si la viuda recién casada recordó la mañana en la que despertó junto al cuerpo frío y rígido del muerto cuando abrió la puerta y encontró la casa tal como la había dejado diez años atrás.
Si cuando se acostó, ya olvidando al muerto al que ya había olvidado tiempo atrás, acarició al nuevo marido y dijo: “Acabo de darme cuenta de lo mucho que había echado en falta mi vieja casa y mi colchón”.
Si pensó en la pareja de recién casados a los que su sobrino les alquiló la casa con todas sus cosas y que mes a mes, durante veinticinco años, el mismo tiempo que había durado su primer matrimonio, le habían pagado un alquiler.
Si pensó en si habían sido felices en su casa.
No me pregunté si a la recién casada antes viuda se le pegó a la piel el olor a muerto. Tampoco si sacó el viejo reloj despertador de una de las maletas y lo colocó sobre la mesa de noche de su nuevo marido. En eso no pensé.
Qué hubieras hecho de haber sido ella, me pregunté a mí misma hablándome de “tú” como si fuera otra. Y empecé a hablar, a hablar y a hablar.
Vamos a comprar todo nuevo. Vamos a cambiar los pisos. Vamos a agrandar la cocina. Vamos a construir una nueva habitación matrimonial. Vamos a comprar una nueva cama y un nuevo colchón. Una mesa de comedor que no necesite ningún mantel para ocultar las manchas. Copas nuevas para brindar por nuestra nueva vida.
El sobrino de la viuda llamó por teléfono el día que debíamos salir; parecía nervioso. Preguntó si habíamos dejado todo tal cual lo recibimos; dijo que confiaba en nosotros, pero quería asegurarse. Mi tía había confiado en mí cuando yo no era nadie, no quiero defraudarla. Que dejáramos la llave sobre la mesa del comedor pues él tenía un duplicado.
Todo ha quedado tal cual lo encontramos, como si no hubiera pasado el tiempo, dijo él. Pero pasó, pensé.
Llamamos un taxi y mientras lo esperábamos en la calle con nuestras dos maletas y el baúl a cuestas, el olor a flores podridas desapareció. Olía mis manos, mis brazos y olían a mi olor de siempre, al de antes. Empecé a llorar y a reírme en silencio. A carcajadas, como nunca, después. Estás loca, dijo él. Estaba, le dije.
(De Atado de nervios II, Texto inédito)
[1] En un aparte explicó que tratándose en muchos casos de objetos frágiles como copas y platos e incluso otros como manteles, sábanas, alfombras, muebles y similares, que podían deteriorarse por acción del tiempo o del uso, debíamos comprometernos a reponerlos con uno exactamente igual o lo más semejante posible en el caso de que fuera imposible encontrar en el mercado el producto original.