Divertimento

Por Percy Prado

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En un lugar de La Chavela, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un corrector de los de lápiz rojo en faltriquera, clásico manual de redacción, sueldo flaco y cuarto de alquiler. Menú de fideos con revuelto de algo menos ternera que mascota, té con pan las más noches, rones y quebrantos los viernes, ayuno los sábados, algún cigarrillo de añadidura los domingos, consumían todo su salario. Tenía su casera, un ama que pasaba de los cincuenta, y una vecina de habitación que no llegaba a los veinte. Ambas eran las mujeres más cercanas de su vida. Todas las mañanas, antes de las seis, sentía a la dueña del caserón regar, barrer y salir por el pan. A la muchacha la veía sobre todo los domingos cuando lavaba su ropa en pantaloncillos y polos manga cero. Frisaba la edad de nuestro corrector con los cuarenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran trasnochador en bares de mala muerte y amigo del licor de tres soles el medio litro.

–2–

Muchos años después frente al pelotón de periodistas, el corrector Aurelio Pinto Rojo había de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer la rotativa. El Farol era entonces un diario de cinco redactores, un editor y cuatro operarios acomodados con máquinas y papeles en una de las casonas de sillar construidas cerca del río Chili de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, azulinas y medianas como grandes huevos de patillo salvaje. El periodismo era tan reciente que todas las mermeladas se hacían gratis y antes de publicarlas había que leerlas tres veces siguiendo con el dedo renglón a renglón a la caza de gazapos. Todos los años, por el mes de febrero, las lluvias enturbiaban y hacían crecer las aguas del Chili, algunas veces la riada vencía la escuálida defensa y alcanzaba la puerta del mañanero. Los hombres, precavidos, colocaban sacos de arena en la puerta del diario y subían las bobinas de papel sobre parihuelas. A la salida, cuando el interior caliente de la rotativa empezaba a enfriarse como el cuerpo de una bestia luego de la carrera y la claridad del día era un recuerdo lejano, los redactores se descalzaban los caucachos, se remangaban los pantalones y salían de El Farol chapaleando por la corriente hacia la calle San Agustín, donde se metían al bar de Margarita a tomarse media mula de aguardiente antes de volver a casa.

—3—

Una mañana, tras un sueño intranquilo, Aurelio Pinto Rojo se despertó convertido en un monstruoso taparaco. Estaba tumbado de espaldas. Por debajo de su cuerpo, desde lo que serían sus hombros, se extendían unas alas pardas y duras con motivos zigzagueantes. Al levantar un poco la cabeza veía su tórax abombado, luego su abdomen surcado de arcos y rematado en punta. Sus varias patas, ridículamente delgadas y largas, le vibraban desamparadas ante los ojos.

–¿Qué me ha ocurrido? –pensó.

No parecía un sueño. A pesar de la penumbra, Aurelio reconoció su habitación, el techo alto, las cuatro paredes oscuras, la puerta de dos hojas y la mesa sobre la que veía el diccionario de Manuel Seco abierto en una página que no recordaba. Aurelio Pinto Rojo era el único corrector del diario El Farol.

–¿Qué pasaría –se dijo– si durmiese un poco más y olvidase todas estas sonseras?

Entonces cedió al peso de sus párpados y su mente se le llenó de imágenes. Lo último que pensó antes de volver al otro lado del sueño fue “gerundio de posteridad”. Luego se vio siendo una larva de taparaco que devoraba insaciable libros y revistas. De pronto, y sin saber cómo, estuvo posado en una escena de “Un chien andalou”, extendió sus alas negras y voló hacia el reflector encendido. Aurelio, enloquecido, extático, se lanzaba de cabeza a una enorme bombilla cuya luz penetraba pesada y tibia en su cerebro. Una cabeceada más, fuerte y precisa, lo estrelló contra el foco, esta vez la luz pareció extenderse, dispararse en todas direcciones de tal manera que podían verse ahora claramente los contornos de los objetos de alrededor. Allí estaba, treinta y cinco años después del primer día, en las oficinas de El Farol, ya no había tipos de plomo, ni rotativas, ahora frente a él un monitor de computadora disparaba una luz clara y dura contra sus ojos, cansándolos, envejeciéndolos más. No era la primera vez que se dormía frente a la pantalla, ni la primera vez que se veía convertido en un insecto.

—-4—-

Exhaustiva, error de mi vida, hielo en mis entrañas. Gazapo mío, errata mía. E-xhaus-ti-va: la punta de la lengua se repliega hacia abajo y levanta el dorso como una gata que enarca el lomo en busca de una caricia. E-xhaus-ti-va. Era con “xh”, sencillamente “xh”, por la ortografía, como una exhalación, como la expulsión de una risa que se reprime y que antes del final se constriñe y dulcifica con dos vocales cerradas. Era exhaustiva, palabra grave. Adjetivo, según el diccionario. Era “agotado” en latín. Pero ante mis ojos, en los linotipos, fue “exaustiva” y así también fue en el titular de la mañana.

—–5—–

Canta, ociosa, la collera del pelado Aurelio.