El grito de “La vegetariana”

Por Gabriela Caballero Delgado

Junto a la fuente seca del jardín, una mujer lame el tajo que hace poco abrió en su muñeca. Nadie que no sea ella misma puede advertir la otra herida que su lengua busca acariciar y humedecer. Cómo habrían de saber esto, las personas que solo ven sentada en la banqueta a una mujer desnuda y enajenada. Ella tendría que haberse abierto también el pecho para exhibir su profunda herida ante quienes la rodean y prefieren murmurar, mientras sus ojos se detienen en la luz del sol sobre los límites de esa piel, en los senos liberados, en la mano que aprisiona aquella criatura todavía palpitante.

A principios de este milenio, Sunme Yoone se sintió estremecida al leer La vegetariana. Había encontrado el nombre de Han Kang en un artículo de prensa que hablaba sobre jóvenes escritores surcoreanos, cuya literatura prometía trascender, y desde el primer capítulo de la novela supo de inmediato que debía traducirla al español. Durante todo el proceso de traducción, muchas veces tuvo que detenerse frente al ordenador con la respiración entrecortada y embargada por las lágrimas. La futura ganadora del Premio Nobel 2024 llamaría tiempo después para agradecerle por ser la primera en llevar a una lengua occidental “la terrible soledad, el lacerante dolor y la increíble valentía” que movían a Yeonghye, protagonista del libro, en su decisión de abandonar toda condición humana y convertirse en un árbol.

En el libro, el silencio resulta un arma tan o más poderosa que las palabras. Han Kang ha decidido reducir el diálogo de su vegetariana a una brevísima referencia a los sueños que la persiguen o a su negativa cuando alguien intenta obligarla a comer carne (siendo esta una metáfora de las sociedades violentas que vulneran y anulan al individuo). Serán otras las voces que cuenten la historia de esta lucha en una triada narrativa de gradación emocional absolutamente ascendente: “Donde crecen las secoyas”, “La mancha mongólica” y “Los árboles en llamas”.

Sin embargo, no es únicamente la vegetariana quien sufre los embates de aquella estructura colectiva, los sufren también su hermana Inhye y su cuñado. Y quizás, en ellos la tragedia se acentúe todavía más, pues tras su sometimiento —intentando sostener a la familia que se desmorona, ella; o seguir viviendo con la certeza de no conciliar otra vez la realidad con un alto esteticismo en la erótica del amor, él— asoma ante nuestros ojos la figura de Sísifo que se obliga a remontar la piedra hasta la cima sabiendo que inevitablemente rodará de nuevo hacia el abismo. ¿Por qué no hacen como Yeonghye y renuncian a su humanidad? ¿Confían tal vez en que su niño escapará de aquella angustia que los consume?

Yeonghye ha abandonado a la mujer que fue simple, simplísima, propiedad de un hombre anodino. Logró convertirse, aun si solo ocurrió una noche, en un cuerpo florecido que se abrió en movimientos ondulantes al deseo de otro cuerpo hecho de flores. Y ha comprendido finalmente que debe ser un árbol para no dañar a nada ni a nadie nunca más. Pero, ¿cuándo se gestó este anhelo? ¿Fue a partir de su extraño sueño? ¿Acaso en el jardín del hospital, la mañana en que su esposo le preguntó avergonzado por qué se había desvestido y descubrió luego aquella mordida carnívora que desangraba todavía a la avecilla en su mano?

La vegetariana no pretende ofrecernos respuestas, antes bien, despierta interrogantes. ¿Qué pasa si un día deja de importar vivir o morir? ¿Puede el silencio ser más poderoso que las palabras? ¿Se puede evitar el desmoronamiento de los seres humanos?… La vegetariana es también un grito de dolor que seguirá fracturándonos pese a voltear la última página. Lo que explica, después de todo, la cruenta belleza en los libros de Han Kang.