Por Mieke Bal
Es común decir que los personajes no existen; pero las narraciones tienen ciertos efectos. Efectos que se producen cuando el parecido entre seres humanos y personajes imaginarios es tan fuerte que olvidamos la diferencia fundamental, incluso llegamos a identificarnos con el personaje, a llorar, a reír, y a buscar lo que él busca —o bien a rechazarlo, cuando el personaje es un villano. Este es un principal atractivo de los relatos. Pero la confusión también nos lleva a hacernos preguntas que son francamente intrascendentes (¿Cuántos hijos tuvo Lady Macbeth?) y eso reduce la narración a un realismo plano.
Los intentos por comprender la conducta de los personajes a menudo inspiran a la psicocrítica, cuando tal crítica claramente no es adecuada para dar cuenta de las características globales del relato.
El tipo de lectura que juzga a los personajes como reales, modernos, psicológicamente complejos tiene efectos nefastos en la enseñanza. Ha producido el mito del primitivismo de las culturas antiguas o populares, y el de las literatura lejanas o culturalmente remotas (de Norteamérica) Ha producido también gran cantidad de crítica que, aunque aparentemente condena la misoginia, introduce sexismo en textos cuya función no es moral, en absoluto, o bien sus estándares de representación no tienen nada que ver con lo que el realismo nos ha enseñado a esperar. Esta es la más grande trampa ideológica. Además, es un truco histórico, pues arroja oscuridad sobre las características de aquellos modos de narrar diferentes a la sensibilidad occidental moderna.
Los personajes dan mayor placer cuando se les permite resistir a los lectores en vez de someterse y ser forzados a seguir las creencias de los lectores.