Por Ayelet Cutipa ChipanaEl sol de la tarde rebotaba en los parabrisas de los micros atestados que rugían por la Avenida Ejército. El humo, los bocinazos y el griterío de los cobradores se mezclaban como en una tormenta urbana estruendosa. Para él todo no era más que el fondo sonoro habitual de sus días.
Con su cajita de caramelos subía a los micros como de costumbre, recitando de memoria su discurso: un saludo y una canción era lo que ofrecía, mientras recorría el pasillo de caras indiferentes. “¡Caramelitos, un sol!” Algunos le compraban, otros ni lo miraban. Cada moneda era una piedra más del puente que quería cruzar hacia el reencuentro.
Tenía unos once o doce años, la piel curtida por el sol, el cabello oscuro y revuelto y la voz algo gruesa para su edad. Desde que su madre enfermó y fue con unos parientes fuera de la ciudad, él no había vuelto a verla. Le mandaba a decir que iba a ir, que estaba ahorrando, que pronto estaría con ella, pero el dinero siempre se iba entre panes con queso y los modestos almuerzos que a veces conseguía.
En el tercer micro del día, sucedió algo inesperado. Subió a un carro casi vacío, apenas con un puñado de pasajeros. Tras el discurso habitual, al fondo del pasillo, en los últimos asientos que nadie elegía a menos que el micro estuviera repleto, lo vio: una bolsa negra, arrugada y sucia, debajo de un asiento vacío. Fue y la levantó sin mucho interés, esperando encontrar algún alimento y, si tenía suerte, alguna prenda de ropa. Se sentó a un costado. Dentro había un fajo de billetes. Contó con los dedos sucios: cien, doscientos, trescientos… casi quinientos soles.
Miró rápido alrededor. Nadie parecía haber notado nada. El cobrador discutía con un pasajero, y dos señoras dormían con las cabezas ladeadas. Cuando el vehículo se detuvo en el semáforo, bajó por la puerta trasera sin pensarlo, con el corazón golpeando fuerte. Metió sus cosas en la mochila vieja y caminó hacia el Terminal Terrestre.
No había colas en las ventanillas, no se detuvo a sopesar lo que hacía, sacó un billete de la bolsa y compró un pasaje. Nadie dijo nada sobre su edad. El último bus salía a las seis. Faltaban veinte minutos. Se sentó cerca de los puestos de comida a esperar. Las luces del terminal titilaban. Con las manos metidas dentro de la mochila tomó el dinero de nuevo, temblando. Imaginó la sonrisa de su madre al verlo llegar, imaginó la caricia en el cabello como antes. Imaginó un cuarto tibio, una sopa caliente y el calor del hogar que añoraba.
Sentía sus deseos vibrar en la punta de la lengua, tan cerca de materializarse. Pero la espera se hizo tortuosa, los minutos no pasaban, el malestar se apretaba en la boca del estómago, un ardor del que no podía distinguir el origen y que crecía a medida que cerraba más fuerte la bolsa con los billetes.
A su lado, una señora con un mandil que rozaba el suelo por el peso de sus bolsillos, estaba sentada frente a una de esas pequeñas tiendas dentro del terminal. Revisaba su celular.
—Pobrecito el abuelito —comentó al joven de limpieza que también se quedó mirando la pantalla—. Dice que perdió el dinero de su pensión, que alguien se la ha llevado del micro. Está llorando…
Él se giró apenas. En la pantalla del celular, un hombre mayor sollozaba frente a la cámara de quien transmitía en vivo. —Todo lo que tenía, lo retiré hoy… no tengo más. Lo perdí en el micro de la línea amarilla. Por favor, si alguien lo encuentra…
Sintió cómo el ardor pasó del estómago a todo su cuerpo. Cerró la bolsa con brusquedad. Frente a él, la alta pantalla digital marcaba: “Bus Empresa Moquegua — Salida: 18:00 — Puerta 5”. Faltaban cinco minutos.
Miró hacia la puerta de ingreso. Dos policías caminaban por el pasillo central del terminal conversando con un trabajador de limpieza. El corazón le latía en la garganta, sintió el sabor agrio de su estómago.
Volvió a mirar la bolsa. Podía correr, subir al bus y desaparecer antes de que lo descubrieran. Nadie lo había visto. Nadie lo conocía. Tenía el dinero. Tenía el motivo. Pero también tenía la voz del abuelito aún sonando en la transmisión, repitiendo: “Ese dinero es todo lo que me queda para el mes. Por favor…”
El altavoz anunció con entonación amanerada: “Último llamado para el bus Moquegua, puerta 5”.
Sintió que el mundo se apretaba alrededor. Su mano temblaba sobre los billetes. Los policías doblaron hacia las ventanillas.
Y entonces, cerró la bolsa. Miró de reojo la puerta 5. Luego se puso de pie, caminó hacia la señora del puesto y le dijo con voz baja:
— ¿Me puede vender una botella de agua?
La señora se la dio sin verlo. Cuando anunciaron la salida, él se dirigió a la puerta de embarque y mostró su pasaje. Subió sin mirar atrás.
Desde la ventana del bus vio a los policías hablando con la señora del celular. Cerró la cortina y abrazó la bolsa. El ómnibus arrancó.
Vio cómo el terminal se hacía pequeño, se alejaba como si fuera una pequeña maqueta dentro de un sueño. El motor zumbaba y el bus avanzaba sin pausa, pero él seguía quieto, abrazado a la bolsa como si fuera parte de su cuerpo.
Pensó en el abuelito. En la voz temblorosa que aún parecía flotar en el aire. Pensó en el peso de esos billetes, que no era solo de papel, sino de días trabajados, de medicinas, de arroz y menestras que ahora quizá no llegarían a ninguna mesa. Luego pensó en su madre. En los labios secos con los que lo besaba en la frente, en su tos persistente, en la promesa de volver a verla.
La ciudad, detrás, se fundía con el atardecer y los cerros comenzaban a teñirse de color ocre. Un viento helado se colaba por la rendija de la ventana. Él no se movía. Sabía que no había hecho lo correcto. Pero también sabía que no podía más con la espera, con el hambre, con las noches sin nadie que le dijera “ya duerme”. Sentía que, en ese momento, ser bueno o malo no era la pregunta. La pregunta era otra: ¿hasta cuándo aguantaría sin ella?
El bus subía por las curvas de Uchumayo y cada vez se veía menos ciudad. En su regazo, la bolsa pareció de pronto más liviana, aunque él sabía que no lo era. Cerró los ojos.
No supo allí dentro si lo que hacía estaba bien o mal. Solo que ya estaba hecho.
