Comida arequipeña

Un domingo Fuimos los primeros en llegar, pusimos nuestra fuente sobre la mesa y después saludamos a la familia. Estaban todos en la cocina acabando de preparar las costillas de cerdo para los chicharrones. Germán sirvió los vasos con vino de Majes y brindamos por ese día.

Sonó el timbre de calle y salimos a recibir a los franceses. Traían una fuente de postre y un par de botellas de vino de su país.

La gente se fue acomodando en el jardín, junto a la higuera. Germán y yo atizábamos el horno. Es uno de barril acondicionado con un par de parrillas dentro, horizontal, apoyado sobre ladrillos y debajo va la leña. Mientras esperábamos que el horno tome la temperatura adecuada conversamos sobre el deseo, el infinito deseo imaginario, la perversión del deseo, la falta de deseo y el exceso de goce. Luego cambiamos al programa burgués: libertad, igualdad y confraternidad. Le digo que con eso me bastaría. Germán dice que la igualdad y la fraternidad las puede imaginar y medir en su propia vida, pero que sobre la libertad está todavía desconcertado. “La libertad siempre es presente, en cambio la igualdad y la solidaridad son futuras, son lo que uno debe hacer para sentir que es digno. La libertad es lo que soy ahora”, dice. En eso llega el hermano de Germán, Javier, con sus hijas. Traen dos fuentes de pavita trozada y en su salmuera.

Pedro Alonso, el hijo menor de la casa, avisa que ya está listo el chancho. Abrimos la puerta del horno y metemos las dos primeras fuentes.

Germán quiere llamar a Diego. “Ayer estuvimos hablando de la posibilidad de ser libres en medio de esta sociedad que te quita libertades todo el tiempo mientras te acosa con la oferta de placer por todas partes”, dice. Diego está atendiendo a su hijita de dos años.

Llega el irlandés a esa hora, trae una fuente de rocotos rellenos.

Mientras se asan las carnes en el horno el grupo se reúne para conversar en el jardín, bajo la sombra de los árboles que nos protege del duro sol de medio día. Los franceses tienen una academia en Umacollo. Enseñanza personalizada de idioma. El tema obligado es la crisis europea, la migración en sentido contrario a la histórica: gente de primer mundo buscando trabajo en el tercer mundo. Una de las francesas informa que en Australia pagan 50 euros la hora de profesor de idioma. Le pregunto cuánto gana aquí en Arequipa y me responde solo con una sonrisa.

Owen, el irlandés, trabaja con unos socios en un hotel del centro. Son varios irlandeses que han puesto hoteles turísticos en La Paz, Cusco y Arequipa y piensan abrir otro en Salta. Alguien cuenta que Owen es un buen cocinero, de modo que empezamos a hablar de comida. ¿Qué tal es la comida irlandesa? “Solo tenemos dos platos. El plato nacional es pollo al curry” dice, y todos largamos la carcajada.

Mi hija Adriana le señala que en Irlanda tienen la papa, pero que la papa es oriunda de Perú, de las orillas del lago Titicaca. “Yo sé, dice Owen, pero adoramos la papa en todos los platos. Bendita la papa peruana”. Le comento que la causa que hemos traído está preparada con papa amarilla y Owen empieza a mencionar las variedades que conoce: peruanita, huairo, compis, sica, otros añaden la salamanca, la negra, la tomasa, amarilla,  shiri, Yungay, y hasta la Revolución, que salió en la época de Velasco.

Como me causó extrañeza que fuera el irlandés quien trajo los rocotos rellenos le pregunto si en su tierra hay rocotos. Dice que no. Los franceses añaden que en Europa el picante solo se come en algunas regiones de Galicia. La comida francesa no cuenta con ese sabor, claro, y nos ponemos a discutir si el picante es un sabor o si ayuda a disimular los sabores. Mi esposa, que adicta al picante, afirma que el rocoto no hace daño, es bueno contra el colesterol y no es irritante. Mi hija recuerda a Miguel Ángel Huamán que se come los rocotos como si fueran tomates en la ensalada, “menos los de nuestra huerta” dice con orgullo mi esposa: “Lloró un día”.

El muchacho francés elogia entonces el pan arequipeño. “Aquí cada pueblito, cada barrio tiene un tipo de pan, que es diferente, con su propio sabor”. “Menos Lima, dice Pamela, el pan de Lima es el pan francés”. Y nos reímos.

Germán avisa entonces que ya están los chicharrones, salen dos fuentes e ingresan dos de pavita al horno, unos choclos y los rocotos rellenos que se asan rápido.

Mientras ayudamos a Amparo Almuelle a disponer la mesa nos servimos otra copa de vino. Yo me escapo un momento para subir al segundo piso con Pedro Alonso y revisar juntos su libro de cuentos. Son de una imaginación violenta pero tierna, mezcla extraña que sin embargo funciona bien, transmite una especie de romance moderno ambientado en un mundo en destrucción. Solo las comas, las tildes, las redundancias y las malditas reglas de morfología y sintaxis empañan esos cuentos que me obstino en corregir junto al autor en ciernes. “Quiero que aprendas, no que me los des cada que necesites”, le digo.

Nos llaman a la mesa.

Cada uno coge su plato y se sirve como le parece. Son las tres de la tarde de modo que el hambre apremia. Volvemos a nuestros sitios en el jardín y nos refocilamos en silencio en los sabores diversos y las texturas variadas, los aromas y colores de nuestra comida comunitaria internacional.

Pasada la primera impresión improvisamos una contienda por el mejor plato, hay empate entre nuestra causa limeña y el rocoto relleno a la irlandesa, de modo que todos vuelven a las fuentes para decidir la votación. Mi esposa dice que el plato de Owen tiene un sabor diferente: “El arequipeño tiene sabor a estofado, el suyo tiene sabor a relleno de pavo pero está rico”. “El nuestro es más condimentado” dice Amparo. Nuestra familia cede entonces el primer puesto al rocoto relleno a la irlandesa.

Viene el postre francés. Es una fuente de manzana en rodajas, con caramelo, cubierta de una galleta aromosa y suave. Cuando pregunto a Alex, la repostera francesa, cómo se llama su manjar me responde una frase que no comprendo: “Ta-ta-d- ta-tá”, más o menos. Más tarde, camino a casa mi esposa me explicará que probablemente era “Tarta de Tatá”. Muy rica.

Cuando declina el sol todos se trasladan junto al horno, quedan allí algunos choclos y plátanos asados. Le hemos hablado a Owen de la Pachamanca y él afirma orgulloso que en Irlanda, en su región que está al sur, también se hace comida en la tierra, con piedras y leña. Sin embargo todos estamos de acuerdo que en ninguna parte conocida del planeta hay comida tan variada y deliciosa como en Arequipa, y eso que mi esposa es cusqueña. Hablamos del chifa, que es peruano y se parece poco a la comida china de China. De la fama de la cocina francesa. Llevados por la hartura y el vino declaramos a la cocina arequipeña la mejor del mundo.

Es invierno, empieza a correr un viento frío por el jardín. Luego de darle un vistazo al Taller de Germán y admirar de nuevo la sutil belleza de sus cerámicas, nos despedimos. Al estrechar la mano de Owen le decimos que quizá un día de julio hagamos una Pachamanca en Sabandía y lo invitemos. Pregunta: “Cuándo”. Nos vemos obligados a precisar “Antes de Fiestas Patrias”. “¿El 27, creo?” insiste. Para distraerlo le digo que es más seguro en la primera semana de agosto y queda satisfecho. “Yo te aviso”, le digo, y nos despedimos.

En la avenida encontramos un taxi, el sol está por ocultarse y hace frío afuera, pero dentro de nosotros hay un rescoldo de calorcito, de buen humor, de simpatía y de gratitud a la vida en nuestro pequeño y acogedor mundo de clase media arequipeña.

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