Por Samuel Laguna Pacompia
“Las cosas que se dicen en cualquier parte” del narrador arequipeño Edmundo de los Ríos presenta una situación aparentemente simple: un hombre es acusado por los pasajeros de un tranvía de haber dicho algo que niega haber pronunciado. Esta premisa cotidiana deriva en un crescendo de absurdo donde el protagonista es sometido a un juicio colectivo sin fundamento. El relato incluido en la colección de Cuentos arequipeños, destaca por su tratamiento de la alienación urbana y los mecanismos de opresión social.
Este cuento utiliza el diálogo repetitivo y un narrador protagonista acosado para construir una atmósfera kafkiana de absurdo y alienación. Como señala Todorov en su estudio sobre lo fantástico, la irrupción de lo inexplicable en lo cotidiano genera una tensión narrativa particular. En este caso, la dinámica de poder colectivo refleja los mecanismos opresivos analizados por Kafka, donde el individuo se enfrenta a sistemas burocráticos o sociales incomprensibles.
El diálogo en “Las cosas que se dicen en cualquier parte” funciona como una máquina de opresión perfectamente engrasada, donde la repetición obsesiva de consignas vacías se convierte en instrumento de violencia psicológica. La estructura circular del intercambio verbal se establece desde el primer momento con dos frases antagónicas que chocan sin posibilidad de conciliación: por un lado, la exigencia colectiva “Diga lo que dijo” y, por otro, la desesperada negativa del protagonista “Yo no dije nada”. Este mecanismo recuerda al laberinto lingüístico de “El proceso” de Kafka, donde la repetición de fórmulas judiciales vacías de contenido condena al personaje sin posibilidad de defensa.
La función principal de estos diálogos no es avanzar la trama hacia una resolución, sino profundizar el conflicto mediante un estancamiento deliberado. Como en muchos relatos de “Ficciones” de Borges, el lenguaje se convierte aquí en una prisión para el protagonista, donde cada intento de explicación choca contra un muro de incomprensión. La turba opera como un coro griego moderno, pero en lugar de comentar la acción, la distorsiona mediante la homogenización del discurso. Bajtín analizó este fenómeno en “Problemas de la poética de Dostoievski”, señalando cómo las voces colectivas pueden anular la individualidad, en este caso, la voz del narrador protagonista queda reducida a un balbuceo inaudible frente al estruendo unánime.
El estribillo “Diga lo que dijo” aparece en boca de diferentes personajes: el hombre rechoncho, el señor de anteojos, la anciana, el conductor, creando un efecto de eco que simula un juicio sin fundamento. Cada repetición incrementa la presión sobre el narrador, como evidencian sus progresivas crisis de lenguaje: “Yo no dije nada, me bajo” / “Yo no dije nada, es la verdad”.
Mientras el lector es testigo de la inocencia del protagonista (“Yo ni siquiera dije ‘a'”), los personajes insisten en su culpabilidad. Esta disonancia genera una tensión similar a la que Todorov identifica en lo fantástico, donde el lector vacila entre la lógica y el absurdo.
“¡Que diga!, ¡que diga!, ¡que diga!”, gritan enardecidos y jubilosos todos los pasajeros […] muchos levantan los brazos y con índices me señalaban por encima de las cabezas”.
Esta escena muestra la transformación del diálogo en ritual de acoso, donde la repetición adquiere un carácter casi religioso de cacería de brujas. Se revela, así como el diálogo, lejos de ser un medio de comunicación, se convierte en el cuento en un instrumento de poder que anula la subjetividad y construye una realidad alternativa basada en el consenso irracional. Esta dinámica anticipa sociedades contemporáneas donde la posverdad se impone mediante la repetición masiva de consignas.
El uso de un narrador protagonista en primera persona resulta fundamental para construir la atmósfera opresiva del relato. Como en “Un encuentro” de “Dublineses” de Joyce, donde un niño narra su experiencia de escape y posterior captura en un entorno urbano hostil, la perspectiva limitada del narrador en el cuento de De los Ríos nos sumerge en una subjetividad acorralada. La primera persona intensifica la claustrofobia, permitiendo que el lector experimente directamente la progresiva deshumanización del personaje, desde su inicial desconcierto hasta su total anulación como sujeto racional.
La aparente contradicción de un narrador no fiable en contexto social, fiable para el lector, pero invalidado por el mundo ficcional, genera precisamente el efecto que Todorov asociaba con lo fantástico, la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural (Todorov). En nuestro caso, el narrador representa la razón individual enfrentada a lo irracional colectivo, donde su testimonio veraz (“Yo no dije nada”) se vuelve increíble ante la lógica distorsionada de la masa.
La evolución hacia la desesperación:
- Fase inicial: Confusión lógica (“¿Qué dije yo? si… yo…”)
- Fase intermedia: Intento de racionalización (“Yo no dije nada porque no tenía a nadie a quien decirle algo”)
- Fase final: Capitulación (“Yo no dije nada, yo estoy solo”).
Este arco refleja lo que Propp identificaría como la “prueba imposible” del héroe, donde el personaje es sometido a exigencias que no puede cumplir por su propia naturaleza contradictoria. Como los personajes de Carver, el narrador enfrenta una situación sin salida lingüística: mientras más insiste en su inocencia, más se profundiza su culpabilidad ante los ojos del colectivo. La turba opera como un tribunal surrealista donde las reglas del diálogo están suspendidas. Los momentos de mayor tensión muestran el colapso del pensamiento racional del narrador:
“Sin fuerzas, la cabeza dándome miles de vueltas miré al de sonriente mirada […] y le pregunté como si él pudiera tener una solución”.
Mientras el narrador intenta mantener una lógica individual (argumentos específicos, negaciones claras), la turba opera con una sínresis colectiva (consignas genéricas, acusaciones circulares). Este choque evidencia lo que Bajtín llamaría dialogismo fallido: el diálogo verdadero se imposibilita cuando una de las partes niega las reglas básicas de la comunicación.
“Lo miro a través de sus anteojos empañados por el sudor, y digo: ‘Pero si…’, no continúo porque no sé cómo decir que no dije nada”
Esta escena condensa la crisis del lenguaje del protagonista: sus palabras se evaporan ante la imposición de un relato colectivo que no requiere pruebas. La narración en primera persona se convierte así en el vehículo perfecto para explorar lo que Kafka plasmó en “La metamorfosis”: la transformación de un hombre en víctima sin necesidad de cambios físicos, solo mediante la distorsión de las reglas sociales del lenguaje y la razón. El cuento de De los Ríos lleva esta premisa al extremo al mostrar cómo, en ciertos contextos opresivos, la voz individual no solo puede ser silenciada, sino reescrita por el coro social.
El cuento establece un diálogo profundo con varias tradiciones literarias y teóricas. Según Todorov, lo fantástico surge cuando lo cotidiano se quiebra sin explicación racional. Aquí, el tranvía, espacio ordinario de la vida urbana, se transforma en escenario de pesadilla donde las reglas lógicas se suspenden. Volviendo a “La metamorfosis”, donde Gregor Samsa despierta transformado en insecto sin causa aparente, al igual que nuestro protagonista se encuentra inexplicablemente acusado.
Por último, la frase final: “—No digas nada. Bésame.” Este cierre contiene una ironía devastadora. Durante todo el relato, el protagonista insistió en su inocencia repitiendo “Yo no dije nada”, frase que la turba interpretó como evasiva. Ahora, en el epílogo, su amada le pide exactamente lo contrario de lo que él defendió: el silencio (“No digas nada”).
La paradoja es profunda, lo que antes era su defensa (decir “nada”) ahora se convierte en mandato. El beso sella su aceptación del sinsentido después de 10 años de cárcel por “no decir”, el amor mismo le exige callar. Esta frase condensa la derrota existencial del personaje: el sistema no solo lo castigó físicamente, sino que logró reprogramar su relación con el lenguaje. Donde antes había resistencia verbal, ahora solo queda el silencio y el gesto físico como última forma de conexión humana. Como en los mejores finales kafkianos, la aparente ternura del momento (“Bésame”) encierra una amarga aceptación de que la palabra ha sido definitivamente vencida.
Este cuento de Edmundo de los Ríos construye, mediante el diálogo repetitivo y la perspectiva de un narrador acorralado, una potente crítica a la irracionalidad del poder colectivo. La estructura circular de los intercambios verbales, de “Diga lo que dijo” enfrentada al insistente “Yo no dije nada”, revela cómo los mecanismos de opresión social no requieren de lógica ni pruebas, sino simplemente de la imposición repetida de una falsedad convertida en verdad por consenso.
En nuestro contexto actual, donde las redes sociales y los medios masivos han demostrado su capacidad para construir realidades alternativas basadas en repeticiones algorítmicas más que en hechos verificables, el cuento adquiere una resonancia escalofriante. La turba del tranvía opera como precursor simbólico de nuestras masas digitales, que hoy condenan o absuelven en el tribunal de las redes sociales mediante dinámicas similares:
Así como los pasajeros convertían su estribillo en “prueba” suficiente, hoy los trending topics y los memes virales crean realidades por mera persistencia en el feed. El protagonista, reducido a objeto de señalamientos (“con índices me señalaban”), prefigura el linchamiento digital donde el individuo se convierte en avatar de lo “cancelable”. Y la exigencia de que el acusado demuestre su inocencia ante acusaciones fantasmales (“diga lo que dijo”) replica exactamente la lógica de los actuales juicios mediáticos.
Como en el cuento, nuestra sociedad no busca la verdad objetiva, sino la sumisión a narrativas impuestas. Las consecuencias son idénticas: el individuo racional (el narrador) termina doblegado, no por argumentos, sino por el puro peso de la repetición colectiva. En la aparente sencillez de un cuento regional, los mecanismos universales del poder sobre el lenguaje, nos muestra que los sistemas opresores no necesitan ser lógicos, solo necesitan ser consistentes en su irracionalidad.
La literatura regional puede contener reflexiones universales sobre el poder, el lenguaje y la condición humana, especialmente en nuestra era digital donde, como en el tranvía de Edmundo de los Ríos, todos corremos el riesgo de convertirnos en acusadores, víctimas o testigos silenciosos de la próxima injusticia colectiva.
(Escuela de Literatura, UNSA)
BIBLIOGRAFÍA
Bajtín, M. (1986). Problemas de la poética de Dostoievski (p. 15). México: Fondo de cultura económica.
Borges, J. L. (1969). Ficciones. Alianza Editorial. Madrid.
De los Rios, E. (2010). Cuentos Arequipeños: Las cosas que se dicen en cualquier parte. Biblioteca juvenil Arequipa.
Joyce, J. (2015). Dublineses. Ediciones Akal.
Obarrio, J. & Heras, L. (2019). El mundo jurídico en Franz Kafka: El proceso. Midac, SL.
Propp, V. (1998). Morfología del cuento. Ediciones Akal.
Todorov, T. (1994). Introducción a la literatura fantástica. Coyoacán.