Por Oswaldo Chanove
Cuando Misael Ramos fundó la librería Licántropo, aseguraba a quien quisiera escucharlo que al leer un libro las personas se transforman. En su fuero interno seguramente sospechaba que algunos se convierten en seres que aúllan a la luna llena.
Misael Ramos abandonó la facultad de medicina cuando solo le faltaba algo de experiencia con los afilados escalpelos, pero allí hizo buenos amigos. Algunos aseguran que Misael habría lucido impecable con un par de esos zapatos muy blancos.
No hace mucho Misael Ramos recibió un mail de Julito, uno de sus contactos:
Excelentísimo, Misael, vas a disculparme ese momento de la llamada, porque ese momento me encontraba enviando un mensaje y no quería perder el hilo.
Ahora ya más tranquilo, pero con sueño, te respondo y te agradezco por recordar a Washington, ya que son muy pocos quienes han sentido su partida.
Él, me preguntabas, sí llegó a ejercer su profesión como jefe en una posta de la selva en la frontera de Cusco con Ucayali, pero por algún motivo él estaba tocado por el demonio, y abandonó el puesto, sin querer explicar el porqué.
Vivió, por esos años, en Quillabamba, región cálida y tropical, luego tuvo que regresar a nuestro centro poblado, Urpay, para sanar unas heridas.
Es ahí donde lo ví por última vez, con los diarios filosóficos de Wittgenstein y una herida en recuperación.
Al final, evitando el aislamiento se fue a vivir a un hostal en Urcos, capital de la provincia de Quispicanchis, donde falleció en una habitación sin testigos ni nadie a su alrededor, sino seguramente algunos libros.
Tras ello, fue enterrado en el cementerio de Canincunca, junto a la laguna de Urcos, donde no asistieron sino cinco personas, siendo él el sexto.
Le reitero mi agradecimiento por recordar y preguntarme por Washington Cuba Castro, aquel amigo de nombre inverosímil.
A fines del siglo XX, Washington Cuba Castro se hizo famoso durante algunos minutos al escribir su poema Song for my oveja. El texto tenía un verso memorable: “Bala, Pancracio, bala, tasca grama”.
En cierta ocasión Washington tomó una dosis de LSD y, meses después, cuando alguien le preguntó qué tal la experiencia, respondió que el efecto seguía, que nunca había regresado y que, tal vez, nunca regresaría.
Washington transmitía fragilidad. Hablaba con voz suave, vacilante, como si hiciera un esfuerzo por irrumpir en este lado del universo. Nadie supo nunca cómo se ganaba la vida, aunque se sospechaba que era uno de esos geniales artistas del hambre.
Sin embargo, en una de las llamadas Noches de la Electricidad decidió confesar lo inconfesable: era antropófago. No se justificó diciendo que necesitaba proteínas; simplemente dejó que el brillo de sus ojos estremeciera a los asistentes.
Aquella noche yo también estaba en la casa del Rolo. Supuse, como muchos, que en la morgue nadie lleva un inventario exacto de todo lo que llega.
Lo que sí está claro es que Washington Cuba Castro rompió un récord Guinness: fue estudiante de medicina durante la mayor parte de su vida.
Dicen también que tuvo una hija. Una noche, en la casa del Rolo, conoció a una chica muy joven y muy salvaje. Era la menor de tres hermanas que vivían en un hotel de la cuarta cuadra de la calle Ejercicios.
Cuando la casa del Rolo cerró sus puertas definitivamente, Washington Cuba Castro desapareció de la ciudad. Años después tocó a la puerta de mi casa. Traía muchos discos: Pink Floyd, Crosby, Stills, Nash & Young, Emerson, Lake & Palmer. Estaban un poco rayados, pero aún se podían disfrutar.
Con el tiempo, todos le perdimos el rastro. Algunos aseguraban que vivía en la cordillera de los Andes, en una cabaña junto a un riachuelo de agua helada, acompañado por aquella muchacha.
Washington Cuba Castro era alto, muy delgado, y su nariz delataba insólitos ancestros europeos. Nunca nadie supo cuál era el misterio de su vida. Nunca nadie lo sabrá. Nunca nadie sabe nada.
(Tomado del blog de Oswaldo Chanove “Crónica del instante”)