Por Polsisti
Don Marovarllo:
Su última epístola parece ahondar aun más las divergencias tangenciales que entre usted y yo se tejen (¿o se destejen?). Lo leí teniendo la jugosa melancolía de que no podría haber convergencia ningunoposible entre la posiciones estetosémicas que cada cual sostenemos. Vaya. Paréceme que el kipu de la discrepancia conceptual que se zanjea entre Vosta Merced y yo se Debe al campo de acción desde cuyo punto de trinchera zonal trabajamos cada quien el bunkercampamento del arte, el Bien del Arte, los bienes del placer. ¿Lo ha notado usted, Milor? ¿Nota que el impase es, sin más, una cuerda roturada? La diferencia, ¿puede verlo?, la diferencia se abisma, centraliciamente, en la concepción y ejecutoria particulares de los 2 órdenes eternos y básicos del espíritu: la diferencia que se abisma entre Poesía y Ficción. Recurriendo a la cartografía de los Estetosemas Esenciales, las sendas entidades de Poesía y Ficción no operan como categorías iguales e inclusive ni siquiera son entidades convergentes. Se sabe: cada ámbito procrea sus propios propiotipos universales (o tientotipos universales). Por lo cual, la Poesía ha parido sus muy singularísimos Poetritipos; por lo cual, la Ficción ha parido sus muy singularísimos Fictiotipos: cada ámbito en su propientidad metodológica, cada cual obviamente ordenado en su intransferible catálogo y sus principios negociados, consolidados. Grande es, pues, el precipicio que los radicaliza en las orillas opuestas ónticas del desarrollo.
Esto tan meridianamente obvio nos da la señal diligente. Verá: en su caso, tiene usted principalmente el oficio de narrador, artificiex narrodoris; en mi caso, yo principalmente ejerzo la profesión de poeta, cotechné poetisti. En la terminología andina las 2 personalidades se corresponden al Aruylaru (Narradores) y al Yarabiko (Poetas). Elo aquí, Don Marovarllo. He aquí el spotlayt de la desavenencia. ¿Lo ve ahora sí? La desavenencia: usted arroga el papel de Aruylaru; yo, el de Yarabiko. Usted narra; yo poesializo. Quiere decir: en su caso, usted tiene propensión íncita hacia la narración nutritiva y a la nutrición narrativa, además de que la herramientiza; en mi caso, yo poesiencio, todo lo vivo y siento en poesía. ¿Lo ve? Añadiría: usted juega al eslabón de los Fictiotipos; yo, a los Poetritipos. Ante esto, ¿no hay un vector confluencial? ¿No existe el puente de la quimera copulativa? Si se desanuda el kipu tendríamos por evidente la propientidad de cada mecanismo y operación: la máquina de la Poesía, en lo primordial, se ejerce como una sensibilidad recontra vivísima para captar y capturar las máscaras de la existencia, los efluvios del Es, mientras la máquina de la Ficción se complace describiendo en el aparato bizarro de la cronología esas máscaras y esos efluvios. La Poesía siente. La Ficción puede ser ese mismo sentimiento “pero” fundamentalmente secuenciado: le da ruta a los he hechos cadenados, le traza un atlas de acontecimiento tras acontecimiento ilusorio, en arco parabólico. Si la Poesía, según la tradición elementativa, se alimenta de las sensoriaciones primordiales, si huele el humus primario del cosmos y en el alba sin alba de los mundos degusta el génesis, las inmanencias y las fatalidades, las fetalidades y las futilidades, si oye la música en latido del tiempo y del espacio veriginarios, si mira el agujeronegro del Absoluto y la Anodinez y la Anomalía sordaciega de hecho aboriginales y no enloquece de asombro y de paso toca la muerte, si la Poesía verifica sin sentidos el cero y el infinito de los seres y las cosas prototípicos, el cero y el infinito de la aterradora primera materia y de la aun más aterradora primera energía, socios especulares, globos curriculares; la Ficción, acto seguido, otorga tramas cognoscitivas (tramas consecutivas) a esas sensoriaciones mitoprimordiales. Por eso: ¿la Poseía es primero, después la Ficción? Por eso, ¿la Poesía encarna las causas y la Ficción, la consecuencia? ¿La Poesía está placentada por el instinto, la Ficción por la lógica?
Fuere como fuere, y si la Poesía es sensibilidad para capturar y cordonar los efluvios y las aureolas del Es, su naturaleza (su caldo de cultivo, diríamos hoy) cabe verterse sea en poemas, pinturas, música, arquitecturas, etc. Generalmente se vierte en libros, pero, por supuesto, no es su contenedor exclusivo, por completo propioprivatizador, su único depósito axial. No. La Poesía desborda sus contenedores. Tan protéica y susceptible se manifiesta que se deposita en cualquier vasija. De ahí que plurales en caracterología resulten sus oficiantes: sacerdotes, farsantes, príncipes, borrachos, filósofos, vagabundos, astrónomos, fanáticos, magos, matematicos, mercenarios, arqueólogos, comerciantes, doctores, poetas, pandilleros, visionarios, etc. Por el contrario, la Ficción Debe verterse necesariamente en un relato. A veces, increíblemente, nace en los jardines del azar, por los florecimientos del divino azar, aquel genio milagroso capaz de tomar los 2 hilos sustanciales de la superstición y tejerlos en una sola trenza, no en cuerda conjunta rudimentaria, sino en cadena de doble hélice sempiterna, gloriosa, sin ser quemado, además, por los procesos térmicos recalcitrantes de semejante anudación: enhebra Poesía y Ficción de un modo absolutamente excelso, hasta el extremo de fusionar sus organismos sin impureza, o sea sin convulsión patética, en una telaraña perfecta en la que no hay rastro de sutura, puramente fascinadora. La genialidad, bajo este contexto, implicaría trabajar para las 2 legiones adversas del desarrollo en la mortal guerra de la mente y ser aliado de los 2 bandos. Siguiendo el razonamiento antitético de tal cosmovisión metamórfica o tal ambidiestra cosmovisión, implicaría traicionar asimismo ambos ejércitos, para remontar sus normas limitantes, para saltar sus acarcelatorias lindes: para burlar, para eludir, ya sean los Fictiotipos o los Poetritipos sibilantes, vigilantes. Claramente, se necesita del arte de la traición para romper el cubo de la locura socialmente establecida. ¿Lo ve?
Diríamos, por tanto: usted, Viejo Novelista, Virrey de la Novela, presidente rector del País de la Alebonía, raciocina mediante los procedimientos narratológicos, mientras yo lo hago por medio de los usos sensoriacionales. Ahora bien, estas 2 categorías son repartidas entre los Textilescritores con disparejidad: en general, el talento se inclina a acomodarse en una u otra herramienta decana. Es muy singular el espésimen en quien ambas versatilidades sumas protagonizen con el mismo vigor, con igual maestría. Cuando se da, el arte está cargado de tan fecunda exuberancia que de inmediato entra en la caterva de lo clásico. Válido sea el inevitable interrogatorio: ¿es ideal que Poesía y Ficción se entretejan en el rompecabezas híbrido de lo artístico-pleno, óptimo para su trascendencia? Dudoso. Pues han existido hacedores de Ficción que no han necesitado entre sus ingredientes del aditamento de la Poesía, a semejanza de como han existido hacedores de Poesía que no han echado mano en sus industrias de la receta de la Ficción. Sin el cargamento metafórico: o bien poetas que no han necesitado de la Ficción; o bien narradores que no han necesitado de la Poesía. Como se ve, los 2 estadíos del espíritu, los 2 estetosemas esenciales, pueden convivir incluso sin tocarse, sin una mutua necesidad. Si bien hay que subrayar, naturalmente, el 3er modus coperandi: la reciprocidad del comensalismo mestizo, barroso, los recíprocos parasitismos del arcoiris dual. Una Poesía que suele estar salpicada de Ficción, salpimentada de relato, como una Ficción que habrá de estarlo, a su vez, de Poesía. Y aun así, la desigualdad entre Poesía y Ficción no deja de manifestarse de la misma forma en estas presunciones vindicativas: porque una vez entrado a un libro o a cualquier otro soporte mediático, todo se convierte en Ficción, todo se convierte en relato; pero, Poesía, en sí, todo es ya Poesía, antes de todo y después de todo, antes de nada y después de nada. Óntico abismo.
Postulemos ahora el otro casi enigma valedero: ¿cuál de los 2 influjos es mejor alimento vital? ¿Poesía, Ficción? ¿Existe una línea divisoria que los separe entre Superioridad/Inferioridad? ¿Qué, pues, es lo inferior, qué lo superior? Supongo que aquí pisamos riesgoso territorio minado: el que lo sabe, el que está imbuido de certeza, el que está inmunizado a la duda, puede querer comparar y resolver allí los pesos somáticos de la Poesía y la Ficción y puede pisar la explosión, autotriturarse en el estallido. ¿Quién está disponible? A costa de espigar el lugar común de su consenso, sin duda alguna trillado y meloso cliché, yo alegaría el axioma antepasado de los textilescritores “calostro”: ambos alimentos han nutrido el córpore de la civilización. Es decir: nuestra necesidad de “poesencia” va paralelo, de par en par y de la mano con nuestra necesidad de “narración”. Poesensis y Narrativa hacen los rieles primitivos del banquete estético, el goce placerestético. Poesensis y Narrativa (Poyesisia y Narrasens, en términos más técnicos, en glosarios más ajustados) componen la cruz dual que cargamos como especie: los Estetosemas Esenciales. Yarabiko et Aruylaru.
Bien lo sabremos los que la amamos asimismo en sus mil y una Noches Ajenas, en sus mil y una Maravillas Enajenadas: que Doña Literatura juega con tales cadenas o abismos, cadenas címeras y címeros abismos. Usted, Milor, Debería saberlo, ¿no es cierto?, siendo como ha sido el nada amorable pero tronante Virrey de la Novela por 50 sinnúmeros años de proverba maceración, el Marqués de Europa al servicio de su fértil espectáculo, al servicio de su orgiástico escándalo, sus secretos deliciosos, sus burgueses pastelitos, en la Corte Occidental. ¿Lo sabe? Que Doña Literatura juega tan perfectamente al abismo de la Ficción como juega al abismo de la Poesía, al cadenamiento espiral, al esposamiento lomismativo: juega con poetas y juega con ficcionadores. ¿No lo sabe? Doña Literatura los tritura por igual. Y uno de los más grandiosos triturados, a propósito, fue Fray Martín Adán de Barranco, el autor andrajoso, el héroe verborreal, el Mártir de la Poesía, el Santo Enajenado. Por consiguiente, Doña Literatura jugó con él como no lo ha hecho con ningún otro. Precisemos: jugó con él como no lo ha hecho con ningún otro amantepalabras, al voraz grado de tornarlo tautor. No: paródico tautor del blablableo. Niyo Mallak, el coaprendiz de la Escuela de la Arquitectura Pensamental, y yo queríamos comprender lo que ella hacía con sus Felices Esclavos, sus peones perros. ¿Acaso no se tenía a Fray Martín Adán de Barranco por el trofeo representativo, la presea característica de los trituramientos estelares, ganada por ella, su locura espejar, Doña Locuratura de la fama y la desquicia figurativa? Fue así que decidimos visitarlo. Antes, desde luego, se Debió contactar con el Doctor Onorio, el famoso siquiatra pishtaco de la lupa, para arreglar los gárrulos trámites asnoburocráticos, efectos previos a la cita solicitada, autorizada. Niyo Mallak y yo éramos, en ese tiempo de grande precariado, de grande fervor, adolescentes sempiternos que no sobrepasábamos los 15 años de tortugosa ferocidad. Amábamos a Martín Adán, vamos, señor, cuánto lo amábamos, al punto que nos designábamos sus vivativos plagiarios indomeñables, epígonos (de cabo a rabo) de su creación y de su fe, como se dice, sus descarados imitadores. Por eso no perdimos la oportunidad de su aniversario cumpleañístico número 82 para hacerle la visitación. Incluso se lo pedimos a la propia Doña Literatura, por si acaso, para no enfurecer su contributación:
-Mi señora, permítanos hacerle una fiesta de cartón a Martín Adán, mi señora -la rodeamos, untuosos, fieles, esqueléticos, serviles. Nos arrodillamos-. Es Martín Adán, tu servidor -reiteramos.
Pensamos que no lo toleraría, negándose. Pensamos que se enfurecería, como se deduce de su carácter egotomórfico, tiranizativo. Habitualmente prohibitiva, reacia a ser desentrañada en sus gaseosos secretos de mantra, esta vez ella -¡walá!- nos accedió.
-Gracias, mi señora, gracias…
Pues bien, aquella mañana del martinadanario cumpleaños número 82 emprendimos camino hacia la libérrima Casa de Cartón delirante, eufemísticamente denominada -por las political correcness de la actualidad- Sanatorio de la Biografía Víctor Mental, donde el Santo Enajenado tenía, parece, asilo vitalicio. Curiosidad: ¿por qué Doña Literatura nos permitió verlo, encontrarlo? ¿Sólo para darnos la aparente experiencia de la libertad de nosotros festejarle una fiesta de cartón artesanada? Doloresencia: ¿por qué se ensañó tan hondo con uno de sus mejores y más lúcidos servidores fidedignos, leal hasta el cáncer señero y la médula ignota? ¡Por los Dioses Textilescritores! Lo aguijoneó, lo ensartó de vértigos iterales, le surtió de borrasca desoladora, lo trastocó y lo revolteó sin piedad, sin compasividad. El Doctor Onorio, con su perfil delgadespinoso de shamán, su carisma de drácula, de secreto drácula, médico de biologías, filósofo de anomalías, nos preavisó en su despacho del doliente estado de salud del Fraile Zumbón, tal como él lo llamaba. Niyo Mallak, el coaprendiz, se espantó.
-¡Por Aía! -musitó, con una consternación lindante a la desesperación aciaga, una vez lo hubimos hallado, allí, en un rincón, como un gato famélico, masacrado, aplastado por la sabiduría y el furor.
Fray Martín Adán, el Fraile Zumbón, habitaba una celda gulag en los recónditos fondos del ascético Pabellón Barranco, el último submundo del Sanatorio de la Biografía Víctor Mental, casa de cartón construida, a su vez, en el Barriocantón de las Magdalenas dentro de la más abarcadora distribución matemático-política de la ciudad. Allí, en un rincón oscuro, como un gato soñoliento: vapuleado, torturado por la inanidad y lo vanónimo. Doña Literatura, en su casquívana etapa de Damita Traviesatura, en su época de niñez, lo había trastocado: lo había sorteado de metamorfosis, lo había convertido en un muñeco de cartón. En efecto, toda la anatomía de Fray Martín Adán poseía la consistencia cartonística, frugal, palpebrale. La extraña textura de su ser generaba repulsa casi instantánea, una aversión visceralista, un electrizante shok en pinchazo de parocardíaco, pero no la del asco, no, sino la de la melancolía contagiosa, la de la tortuosa identificación sin motivo. Olía a pigmento inconsútil. Tintas raídas y jeroglíficos poemáticos cruzaban de par en par toda su extensión numinosa. Pude leer el garabato de la izquierda, apenas mancha, que decía “arpía”. Hasta en su montuosa calvicie se desparramaba esta escritura desilachada, tintorietal. Y a pesar de todo, cierta finura de aristocracia social resumaba de sus modales lívidos, de su rugosa decrepitud insondable. Me alegró. Me entristeció.
El evento de la transformación se remontaba a las caudalosas anterimerías del siglo y había acontecido en el tiempo (tiempo crisalidar) cuando Doña literatura era entonces todavía una niña. Para entonces, ella era aún, parece, inexperta en su inocencia frutal, una divertidísima y simpatiquísima raposa chiquilla de la que el pequeño Martín Adán se prendó, se sombrerenamoró. (Para entonces, dicho sea de paso, ya el pequeño Martín Adán aspiraba a ser un niño frailecito). Catita era el nombre de niña de Doña Literatura. Catita la Catadora, la Damita Traviesatura. Ésta apareció aquella antaña mañana de la literatura, felicísima, mimada, riendo, brincosaltando, payasa, chistosísima, bellísimamente ataviada de un sombrerito cocote, lo más resaltante de su figura, a la par que acompañada de un gordobarbudo Sapelbotas, en el bosquecillo del parque municipal, donde los 2 niños, Sáysar (el hermano menor) y él, el niño Martín Adán, espadachineaban con cimitarras de lata, chin-chin, talán-talán, piráticos marineros en aras de su tesoro. De un instante para otro, se sintieron devorados por la marea dulcísima de su desfachatada risa. Sin embargo, no fue ese día. Ese día sólo fue la constatación de su risa interrumpidora, mofándose de ellos, si bien de igual modo la vieron saltar la soga y travesurar, risotona fierecilla, sus danzas polinchinelistas en compañía del gordobarbudo Sapelbotas. Progresivamente, lentamente, con el transcurso de las innumerables jornadas anónimas de la rutina, el niño Martín Adán quedó fascinado con la niña de sombrerito cocote, la insólita damita, visitante tenaz del bosquecillo de los hermanos buscatesoros. Se sombrerenamoró, sí. Catita era su nombre. Pero la inocencia de Catita era peligrosa. Lo sospechaba Martín Adán, a pesar de sus 12 años de edad, aunque no podía decir de qué forma o cómo. Había ALGO no controlado en sus poderes y sabores infantiles, en sus perfumes vibrátiles. Intuía. Intuía. No daba con la línea umbilical inamovible…¿hacia qué centro? Ella, pequeña mariposa escolar, mágica catadora, oliscadora acérrima de gatos y de cosas, encantadora pugnaz, estallaba sin más, por ejemplo, en las perplejizantes travesuras frágiles de su erupción trabalenguas descocotada. Trabalenguas casi sicodélicas, dichas al viento. ¿Era eso? Quizá sí. Quizá no.
Una de esas tardes tan tardes bioluminosas del humor y la saborización, los 3, Catita, Sáysar y Martín Adán, en el redondel o carrusel de su recreo escolarístico, se pusieron nuevamente a amigozar y, tras celebrar éste o aquel ceremonial de iniciación, celebraron el gatúnico jueguecillo de su concenso placer: el juego de las escondidas, la pesca-pesca. Bajo sorteo, tocó a Catita ser la 1a y Debió buscarlos, tras contar de cero hasta 10, por el bosquecillo del parque municipal. Cuando la gacélica Catita divisó, halló y tocó por la homóplata espalda al sonriente Sáysar, asorpresivándolo (gritándole ¡boyash!), felicísima, dicharacherísima, riendosecita, un milagro se produjo en el infinito silencio. A pesar de lo cual, Catita no se detuvo y prosiguió y persiguió y esta vez halló y tocó, tras una rosadadiente mora, a Martín Adán, y un análogo milagro se produjo nuevamente en el oxígeno o en la compostación de lo venenoso. No sabido por alguien, se había operado, pues, el escarnio intestinal, interminal, del Es. Sólo después se percataron. El sonriente Sáysar se fue convirtiendo en un fulgurante y cristalino muñeco de escarlata hasta que, rígida estatua de su seno, se quedó paralizado, hórridamente paralizado en gesto de pasmo, ademán del que brama socorro y no consigue sino miedo, cubo escarlático, mudo hielo, muriendo en el acto, el instantísimo acto. Análogo proceso se cristalizó en Martín Adán, quien irrevocablemente se transformó en otro muñeco, a la sazón un muñeco de pálido cartón… excepto que sobrevivió. Espantada de sí, Catita, la Damita Traviesatura, huyó, espantada de su biopoder. Desde entonces, el Muñeco de Cartón no halló lugar ni mundo para sí en la unanimidad de los universos conocidos.
-¡Martín de Cartón, Martín de Cartón! -se burlaban sus compañeritos de estudio, le rodeaban-. ¡Adán de Cartón, Adán de Cartón! -le moneteaban, le manoseaban.
Él se reía. Él se contagiaba con las risas de los demás. A veces no. A veces le dolía no sabía precisar qué órgano sonoro de la esperanza o qué anzuelo en forma de esternón, en su interior. Se volvió hablantín silencioso, payaso sólo para sí, poseído por una recién nacida obsesión intimísima de agradar, volver a gustar. Poseer la aprobación antigua, la antigua normalidad. No funcionó. Fue rarobicheado peor por sus compañeritos de estudio. Hasta su mismo padre, Don Rafael de la Fuente, el Caballero de la Buenavida, renegó de él y su madre murió de triste tristeza. Así creció el Muñeco de Cartón, humillado por su diferentidad, recluyéndose por polvorosas temporadas en orfanatorios, hospicios, bares, lupanares, monasterios, bibliotecas, catedrales muertas, laboratorios quemados, huyendo, siempre huyendo, tropezando, siempre tropezando. Hasta que, ya maduro, el flaco Muñeco de Cartón devino en el obeso Señor de Papel. A esa edad, de cara al exterior, intentó enmendar su desarrollo y quiso trabajar. Es decir, quiso remendar su dignidad, saturada de vergüenza. Por lo menos una vez, pertenecer a la utilidad. En una sucesión de espantapajarerías caóticas alquiló su mano de obra: quisieron trabajarlo de banquero, de maestro, de asesor presidencial, de director sectario de la confraternidad gloriosa de los bibliotecarios mendigos de la ciudad. De igual manera, quisieron utilizarlo de periódico mural para colgar las noticias diales en cierto convento empresarial, utilizarlo de pancarta de publicidad portátil, utilizarlo de tablarrasa pero en realidad biombo de subdivisión habitacional, utilizarlo de soporte pizarra para clavar notas, fotos, dardos, chinches y otras musarañas, otros etcéteras. No pudo. Pulpo de gordez, piscólico arracimado, en su travesía selvurbana, tal vez sin percatarse de ello, le había dado 1908 o 1985 rodeos de navegación al confín o sinfin de los ultramares licorísticos y hacía una semana que había vuelto nuevamente al hogar original de la inocencia atesorada, la Casa de Cartón, hoy dirigida por el fino Doctor Onorio, el drácula secreto. Frailecillos oficiaban de enfermeros en el Sanatorio de la Biografía Víctor Mental, y Martín Adán, el Señor de Papel, pudo por fin tomar el hábito de monje illarista, a la sazón illarista-cristiano, monje todistano, cerebral.
Ese día, en el Sanatorio de la Biografía, además, nos atollamos en una temida coincidencia no prevenida: Don Rafael de la Fuente, el Caballero de la Buenavida, el Empresario de la Buenavida, el viejo padre, visitaba al hijo de cartón, más de medio siglo de abandono después. De todos modos, el recibimiento fue ambiguo. El hijo de cartón, inmune al amor paternal, quizá como consecuencia de su reciente estadía desasida en el País de la Bohemia, quizá Debido a su consumismo incontenible de libros de trementina, no lo sé, no se inmutó ante su feroz presencia, su orgullosa autoridad. Fray Martín Adán, el desvalido e indefenso enfermero sacerdotal, no dejó de hacer su recorrido catártico por las cárceles mentales, pataleando por los tétricos pasillos, salientrando de las celdas gulags, rociando en las neuróticas atmósferas los humos-elíxires del pebetero, ayudando en su agonía sacerdotal a los desauciados servilletas de papelarroz, recitándoles los místicos rosarios del Tedeum y el Requiem, los escritociegos poemas curacionales. No hubo perdón. No hubo reconciliación. Desdeñándose el uno al otro, Don Rafael de la Fuente, el viejo padre, fastidiado y celoso, abominando la desgarrada indigencia del pordiosero hijo de cartón, saturado de vergüenza por su estirpe enajenada, colapsada, se retiró; Fray Martín Adán, de su lado, continuó trabajando, apartado de todo, retirado de todo furión. Acabados los ajetreos, descansó un poco, caliente y sudoroso, y sacó su librotella de vino. La sorbió, como un gran agonizante. Sentado en la escalera, lloró su dolor, llorando sin lágrimas, sin lágrimas materiales que traicionasen su verdad y la razón de su dolor, el dolor de la razón desinosenciada, desquiciada, desauciada, deshabitada. Dentro de sí, lluvia fue su llanto grupal.
-Ah, papá, papá -hubiera él querido llamarle, saltar como un chiquillo peludo hacia su lírico abrazo-. Papá…
Le diré, Don Marovarllo: privilegio de ciertos poetas o ficcionadores es conocer a Doña Literatura en su niñez fatal. Fue el privilegio bellorroroso de Fray Martín Adán de Barranco, el poeta andrajoso, el Santo Enajenado. El precio era el Desparaíso: el exilio del yo en el yo. Así lo comprendió Niyo Mallak, el coaprendiz. Comprendió el terrible y terriblisísimo daño inmarcesible con que nos infecta su efluvio: Doña Literatura nos provee de locura interminal, la lucidez soterra. Tras raciocinarlo, quizá tras harto raciocinarlo en sus pensamientos tocantes al progreso y la economía, la pragmática y la sociología, Niyo Mallak desertó de la batalla: soldado de la estética, desertó de la estética inaugural, universal. Eventualmente, dejó la carrera-ciencia de la Gran Esteticagonística Real, si bien Debo resaltar que continuó en la Escuela de la Arquitectura Pensamental, yo como su camarada. En una simbología aun más honda que lo real, fugó. Dejó su amor por Doña Literatura. Yo no. ¿Qué me dice usted, Milor, Vuestra Señoría, presidente rector del País de la Alebonía, hosco comendador de las viejas formas de la estrategia y la trama? ¿Dejará que las cebosas bellorriblidades innatas de Doña Locuratura la alejen de ella? Yo no.
Seguí realizando visitaciones a Fray Martín Adán de Barranco. Dentro de la institución cataléptica, conocí su rutina plural. A veces nosotros ajedreábamos herméticas partidas de pasión y desapasión, próximos a las 5 pm (hasta las 6 pm), hora exactísima de la luz leve. A veces charla que te charla nos estábamos en su somnífera habitación. Una de esas tardes me topé con Aloysius Áker, al parecer visitante asiduo como yo del Santo Enajenado. Simpatizamos inmediatamente. Nos hicimos amigos, nos amigozamos. Cómo nos placía cuando, en su semana tribal, Fray Martín Adán impartía sus lecciones de tristeza a un enrredado filósofo de lápiz y papel, un tal Jáydager, aquel filósofo que daba risa, aquel filosofito venido de cierto País del Occidente. (“Poesía, la casa umbría… Poesía, la aún no hallada”). Lecciones a las que, a propósito, nosotros asistíamos, confesamos, con delicioso deleite y deleitosa delicia, en el rincón más umbrío de la Casa de Cartón, un lugarcillo de rosas martinadanianas denominado el Molino de las Flores, vecino a los brillantes y anchurosos Mares de Papel. (“Lo que aflora a los Mares de Papel es el cadáver de la palabra. Pero, ¿qué pasa dentro?”). A veces las conferencias las daba sencillamente en su propio cuarto del Pabellón Barranco, perfumoso santuario de las botellas fértiles, populoso Liceo del Licor. Pero su rutina era más que únicamente esto: en su semana, además de las lecciones de tristeza, charloteaba y charloteaba con su Fray Camarada, un tal Fray Moreno de Porres, quien barría su cuarto y quien le curaba las tumefactas y purulentas heridas crecientes que desollaban su homóplata espalda, más y más abiertas cada mañana. Asimismo, un tal Fray Lutero de Doshla, pájaro montés, angustiado gusano, venía a polemizar con él, de tanto en tanto inasequible, inquisiciones controvertidas acerca de la teología tribal. Asimismo, un tal fiel Chanbi le hacía retratos fotográficos cada primer sábado de mes. Un tal Fierro, su compadrito, otro desertor vehemente como él, le invitaba a la expedición de los extrabares por los submundos del Sanatorio vental, que de haber los había, allí también. Un tal Lúterkin le hacía llamadas por teléfono desde USAma. Un tal Míster Romaña o Monsiú Exager le enviaba cartas de adivinanza y de humor. Un tal Scorcese le enviaba sus discos de cinematografía clochard. Un tal Polsisti, yo, su aprendiz, obseso discípulo de su benevolencia, lo fastidiovisitaba, trayéndole papeles blancos para sus frazadas y sus almohadas y por añadidura la librotella de vino. ¡Cómo no iba a estarse solo, el poeta más solo del mundo! Las soledades puras de Martín Adán, el Muñeco de Cartón, se contaminaban. Se llenaban se multitud. No: se asolaban de multitud. Nosotros mismos, con nuestros círculos de asedio, con nuestros homenajes en el Liceo del Licor, éramos sus contaminadores: el contaminador trascendental. Lo fuimos, sí, positivamente fecundos, ininterrumpidamente ostentosos, hasta ese día, ese día, cuando el Sapelbotas arribó.
Es obvio que Doña Literatura lo envió. ¡Quien si no! ¿Usted duda, Milor, Su Alteza, sugiriendo como está sugiriendo que en ella no yace desarrollada esa sombría función? Vaya. ¿Todavía se empecina en sostener la supuesta ingenuidad (la inculpabilidad, la incriminalidad) de Doña Literatura? Por mi parte, yo sostengo su culpabilidad. Por mi parte, yo sostengo su desinocencia. Óigame, pues. Según la formación de la larga costumbre, instituida por los 4 con el correr de las veladas diarias del refocilamiento, los 4 yacíamos en la tarde de su habitación: el propio Martín Adán, el Doctor Onorio, Aloysius Áker y yo. Ajedreábamos, naturalmente. Cotidianamente, el ruido de fondo lo tejía la excelsa garúa del smog, de acuerdo con la temporada cazatoria del mes. Los monseñores cormoranes picoteaban los ajados techos, pretendiendo anidar en alguno que otro cobijo de la despiadada reja protectora. El viento bailoteaba sus semisalvajes criollidades. Cierto grito suburbano se hendía, a lo lejos, entre las conglomeraciones industriales. Este contexto medioambiental daba a nuestra partida de dilectos ajedrecistas un carácter hipnótico. Fue cuando se reveló la traición: el Doctor Onorio, el secreto vampiro, el siquiatra pishtako de la lupa mentelectora, se alzó de su silla papal y se acercó a la puerta y la abrió, sin que nadie hubiese tocado. (No sé si alguien se acordó de enjuiciarlo después). El Sapelbotas entró. Martín Adán, el Muñeco de Cartón, se tambaleó, ebrio de licor. ¡Hasta el Liceo del Licor se sintió violentado por una suerte de sismo específico, de radio reductivo, contingente sólo a nuestro círculo habitacional, de cualquier modo atestado de su estampido de blanco terror! Estragado de súbito espanto, Aloysius Áker quiso patear al gordobarbudo Sapelbotas, expulsarlo, infamarlo.
-¡Sal de aquí, vete de nosotros, maldito, maldito…! -descalabró.
El Doctor Onorio lo detuvo, estirando el brazo en impetuosa lanza horizontal. En ese instante Martín Adán se paró, entre pábulos gemidos. Su mirada, su rostro, su cuerpo, toda la estructura cartonera de su ser óntico, su completa enteridad, fulgía una impecable expresión desdeñosa hacia la dulce bestia vital, con 2 sentimientos asaz cargados de limpio coraje bullendo en el aquerón del núcleo intersticial: trivialidad y resignación. Sí, señoras y señores: trivialidad y resignación. ¿La trivialidad de la resignación heróica, señoras y señores? ¿O la resignación a la trivialidad heróica? No sé. Monje todistano de anquilosada toga, bolo oribundo en su oronda gordez, se acercó a Aloysius, llenándolo de abrazo, de amistad, de frenesí, de ternura, de hastazgo, de fragilidad, de insensibilidad. ¿Se despedía? Aloysius, de su lado, se dejó colmar por el tufo de la melancolía, se dejó anular por el hedor de la anomia, el vaho de la apatía. Enmudeció. Yo tartamudeé alguna histeridad, alguna sicosidad, en mi repujado sillón de piedra, dentro de mi vestimenta de papagayo, mis ojos curvos, mi boca cuadrilátera, el gato cincopatas flojerosamente dormitando en mi espermático regazo, todo en mi yo supernarcotizado por lo inenteligible del furión, por lo no secularizable a los verbos y a los significados los usos de la vida, las interjuramentaciones del perdón. No obstante, lo intuí. Sí, se despedía de nosotros.
El gordobarbudo Sapelbotas empezó a armar su tanático show. Alistó su tijera. Fue eficaz, ágil, práctico, horroroso. ¿Qué danza india de real pavo culebreó, estrepitó, la dulce bestia vital, grotesca, hipnótica, lunática y sonriente? Al cabo, cesó. Chis. Fue todo. La estructura cartonera de descosida fibra suavemente se tendió en el piso, lámina animal, vegetativa tela, inerte. Así vivió y murió el Buda Martín Adán. Luego, el Sapelbotas, el experto tijeretero, culminó su trabajo: cortó las alas de pájaro sobresalientes en la espalda del Santo Enajenado y, sin más, se retiró. Tras ello, tras un vibrátil infinito duradero por siglos, sugerimos incinerar (¿quién de nosotros lo hizo?) el cuerpo en harapos del polvoriento muñeco de cartón descolorido. El Doctor Onorio, oh flamante quemalibros, oh misterioso pirómano, se precipitó a la ejecución. Prendió, fulguró. Al poco, donde antes esplendía la plenitud luciente de su luciente paradoja ahora se espolvoreaba la vaga ceniza centelleante de la tenue estopa, parca resistencia del Es. Así vivió y murió el Buda Martín Adán, el muñeco de cartón, el héroe verborreal, el enigmático Hereje Santo, el Mártir de la Poesía. Tautor. No pude entregarle mi libro, “la Casa de Tecnopor”, escrito a los 15 años como su él, juguete de prosaverso que lo imitaba y lo honrraba construyendo una casa para la desinocencia rebobinada: una casa para su desinocencia rebobinada. No pude.
-Doña Literatura, no tienes perdón -musité, apenas salí del Sanatorio de la Biografía Víctor Mental-. No tienes perdón…
– A casa -musité.
Doña Literatura es triturante, Don Marovarllo. Es inocencia peligrosa. Desencadenante de la locura procaz. Catalizadora de los extremismos inanes. ¿No lo cree? Quizá usted, por su talante unánime de Viejo Novelista al servicio de la Corte Occidental, la vivió en una convivencia superficial. Lo dudo, pero así lo parece.
Un saludo.
Su antidiscípulo, un tal H Z Polsisti