COMENTARIOS NO REALES

Capítulos I al VI, por Pamela Cáceres

PROEMIO

AL LECTOR

Ciertamente mucho se ha escrito de antiguallas del Cusco. Al ser yo natural de aquella ciudad afirmo pues que muchas de las hazañas descritas sobre esas tierras son ciertas y otras no tanto. Si bien los reyes incas han aparecido en aquellas historias, es de saber la poca atención puesta en el vulgo cusqueño. Así pues, ante el conflictivo amor que guardo por mi tierra y gentilidad he de contar algunas historias de las que tengo más clara noticia, pues yo las vi y las viví como la chusma que declarando a boca llena digo que soy. Dejo claro entonces que no encontrará aquí historias de reyes. De los reinados han de encargarse otros historiadores vasallos destos mismos reinos.

 

CAPÍTULO I

SI HAY MUCHOS MUNDOS

En mis niñeces, había llegado yo a leer que un ilustre cusqueño, Inca de letras, afirmaba que existía solo un mundo. Fue horripilante y desalentador, me hubiera gustado seguir imaginando que aquel viejo Colón era un astronauta que salía de su antiguo mundo para llegar a uno nuevo.

Al cabo de un tiempo, un pariente mío, más creyente en los números que en las letras, me explicó el asunto dibujando algunos círculos mal hechos en un papel cuadriculado. Cada círculo encerraba otro y otro y otro. Este es el universo; esta, la Vía Láctea; luego un círculo más, el sistema solar; ahora la Tierra; los continentes; América, los países; el Perú; los departamentos; Cusco; las provincias; los distritos; las calles; las casas. Finalmente aparecía un infinitesimal puntito en color azul: «Esa eres tú» dijo mi pariente señalando mi retrato.

Pensé entonces que aquellas líneas en el papel no demostraban que el mundo fuera solo uno, sino más bien confirmaba mi presunción: sí había varios mundos, pero para desgracia mía un maldito orden señalaba la posición de cada uno de ellos. Una despiadada jerarquía donde un mundo pequeño y débil era prisionero de otro más grande y poderoso y ese de otro y así sucesivamente. Así pues, he entendido la existencia de los varios mundos y de las varías líneas invisibles que encierran a mi gentilidad.

 

CAPÍTULO II

DEL NOMBRE «MESTIZA»

Has de saber respetado lector que no ha sido fácil hallar el término adecuado para dar título a estas líneas. Podría decir también que mis comentarios son «mestizos» palabra que en estos tiempos es pronunciada apaciguando muchas almas. Sin embargo, en Cusco no gustaba mucho por traer recuerdos sospechosos.

En la Ciudad Imperial decir «mestiza» era igual que arrojar un insulto. Para explicarme he de contar que cuando asistía yo al mercado de San Pedro muchas veces contemplé riñas donde las señoras cusqueñas decían «mestizas» tratando de humillar a ciertas vendedoras, sobre todo a aquellas que ofrecían carnes o cuyos puestos parecían grandes y prósperos y por supuesto no vendían sentadas en el suelo.

Las señoras no llamaban a estas vendedoras «indias», «indiecitas» «mujercitas» ni «campesinas» como se decía a quienes se veían como más sumisas y más pobres, pero tampoco se las trataba como como patronas, aunque tuvieran más economías. Eran mujeres corpulentas con trenzas, sombrero, falda, mandil y medias nylon que respondían sin mayor sujeción a sus clientas en castellano, algunas palabras quechuas y una que otra ingeniosa lisura.

En un libro he consultado también que «mestiza» significaba «promiscua». Seguramente, era un término similar a «chichera». Un gran autor apurimeño, retrata pues a las chicheras como mujeres con gran ejercicio de poder sobre su negocio y su marido.

Por último, he de recordar que las señoras cusqueñas también insultaban a estas mujeres como «placeras» o «habaceras». Luego, ya adulta, me he sorprendido de no encontrar en ninguno de los insultos numerados aquí tacha o defecto. En esos tiempos yo hubiese querido ser «mestiza» dueña de su bolsillo, de una lengua desencadenada y con un natural gusto por los goces de la carne. Así también, en la tierra donde ahora yo me encuentro, Arequipa, muchos se llaman «mestizos» sin penas y hasta con orgullo.

Pero, si decido no usar este término para llamar a mis comentarios es sobre todo por no ceder al vano contento que produce su uso en los señores de los reinos que entienden por la palabra cualquier mezcla capaz de elogio comerciable.

CAPÍTULO III

DE LA PALABRA «WAKCHA PITUKO» Y SUS MUCHAS DEFINICIONES

He leído en cierto libro que los peruanos tenemos gusto por llamarnos «clase media». Tanto ricos como pobres nos decimos así, pero siempre, queda claro, por razones distintas. Unos por mostrar ser batalladores, a pesar de sus ventajas y pocos talentos, y nosotros por engañar la miseria y proteger la poca distinción de que gozamos. No es pues pertinente el uso deste vocablo, por sernos engañoso. Saben los mercachifles cómo gracias a las fabulaciones de sentirse «clase media» venden muchos enseres ya a unos, ya a otros. Estos mismos mercachifles nos llaman por «masa», «mercado», «target», «público objetivo» y en sus corazones nos piensan como una vulgar chusma que muerde el anzuelo.

He sabido de otro sustantivo compuesto por la unión del quechua y el español cuya escritura todavía no llego bien a definir: «waqcha pituko» o «wakcha pituco» u otra forma que he hallado en las nuevas virtualidades. Debo decir que nunca escuché en mis niñeces, pero que me da mucha gracia. La segunda palabra «pituco», es bien conocida, pues señala al que presume ser mejor en economías y en sangre que el resto de sus allegados.

Sobre la palabra quechua, he leído del ilustre cusqueño, inca de letras, que los vasallos llamaban al gobernante inca como «huacchacúyac» que significaba «amador y bienhechor de pobres». En otro admirable libro de un garcilasista arequipeño se habla del mestizo «guaccho» que en la colonia era el desgraciado que no gozaba de lugar definido en la sociedad, y hace allí cierta relación con el gaucho que a caballo parece vagar por las soledades de las pampas del país argentino.

También en Arequipa he escuchado a mi querido pariente político decir «wakcha» a una media que anda por allí perdida sin su pareja y que, por tanto, ya no sirve para nada. He pensado, entonces, que se perecería a «Sanpan ccari», palabra repetida mucho entre mi familia cusqueña para señalar al varón que por su poca utilidad para el hogar se convierte en «hombre solo».

Finalmente, en los diccionarios leídos he encontrado que el primer significado de «wakcho» es «pobre» pero también se menciona «huérfano».

Si hablamos al pie de la letra, el «wakcha pituko» es un «pituco pobre». Pero, en quechua, por las muchas cosas que un mismo vocablo indica, es posible también pensar en un pituco «perdido» o «desorientado». Varón o mujer que creyendo pertenecer a otros círculos sociales vive con la gentilidad, y se duele y sufre y gruñe por pensarse superior y pasar sus días como lo hace, un alma en pena debido a sus erradas fabulaciones.

Tuve noticia que en estos últimos años los wakcha pitukos se han vestido con polo blanco y han salido en tropilla acusando a su gentilidad de no dejarles seguir con sus negocios por hacer demasiado alboroto político. Has de saber respetado lector, que el wakcha pituko siempre pone el dinero por delante, le urge ser señor de estos reinos y apoya a los señores. Como un espantapájaros se yergue encima del suelo; siempre clavado en el mismo hueco es burlado por el viento, todo vestido de trapos menores sirve al patrón asustando a quienes vuelan libres. Según él, este es camino fácil para salir de su miserable penar y creyendo así, pocas veces da su pie en bola.

Vaga pues un «wakcha pituco» en todas las familias, en todos los barrios, entre los compañeros, ya sea de estudios o ya sea de trabajo, en las ferias, en los mercados, en las cachinas y en toda combi de transporte urbano.

 

CAPÍTULO IV

DE NUESTRA CARENCIA DE NOMBRE Y DE LOS CUESTIONAMIENTOS «¡¿SABES TÚ CON QUIÉN ESTÁS HABLANDO?!» O «¡¿SABES TÚ QUIÉN SOY YO?!»

Estas indagaciones de cómo nos llamamos a nosotros mismos son en verdad pensamientos sobre quiénes somos. Carecemos de vocablo para nombrarnos con gusto y pertinencia al mismo tiempo, o sea, con amor propio, pero sin engaños. Y siendo huérfanos de nombre nos contenta mucho imaginarnos distinguidos y diferentes por gozar del barato que algunas veces hacen los señores destos reinos.

Ante la dificultad de dar con quiénes somos, nos auxilia siempre afirmar aquello que NO somos: no somos indios, o no somos tan indios, y no somos sirvientes, o no somos tan sirvientes, y no somos ignorantes o no somos tan ignorantes, y no somos pobres o no somos tan pobres. Y del otro lado, lo mismo, aunque con dolor de corazón: no somos blancos, o no somos tan blancos, y no somos patrones o no somos tan patrones y no somos letrados o no somos tan letrados y sin intermedios, definitivamente no somos ricos ni tan ricos.

Dichas negaciones son insuficientes para engañar a esta falta de nombre. Por tanto, cuando sentimos que un inferior ha faltado a nuestro amor propio, le arrojamos cuestionamientos como «¡¿Sabes tú con quién estás hablando?!» o «¡¿Sabes tú quién soy yo?!»

No debe pues pensarse que estas son preguntas retóricas para hacerle recordar al inferior la distinción que nos separa y que todos ya conocen con seguridad. En este caso sí es bueno tomar la pregunta al pie de letra, pues como ya se ha dicho en los inicios, no tenemos nombre exacto, y es verdad que no sabemos la respuesta. Con el fin de entender mejor esta carencia me permitiré relatar un pasaje de mis niñeces cuando una señora me interrogó si yo sabía quién era ella, pero he de hacerlo en el siguiente capítulo, pues quedo ya excedida en vocablos.

CAPÍTULO V

CONTEXTO E INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA DONDE ME PREGUNTAN «¡¿SABES QUIÉN SOY YO?!»

Queda referido pues que cuando nos sentimos puestos en duda o faltados en nuestro abolengo por alguien que imaginamos inferior, respondemos preguntando cuánto conoce aquel de nosotros. Así yo fui interpelada por primera vez justo en tiempo de acabar mis niñeces.

Sucedió pues que una condiscípula de escuela no siendo buena en letras ni en números, batalló entonces por ser alguien en las sociedades provincianas de mi tierra natal, el Cusco. Difícil era pues su aspiración. En la escuela que nos prescribía no estudiaban las futuras señoras de estos reinos, para que pudieran dar su barato, como se esperanza el aficionado que alberga dichas pretensiones. Más bien éramos en mayoría hijas de la gentilidad. Así pues, esta condiscípula fabuló con marcar diferencias y formó una reducida legión a la que puso nombre usando vocablos mal copiados del idioma alemán para dejarnos claro que se trataba de nínfulas de blanca belleza, buen porte y apellido, amantes del inglés en canciones y caros los modales.

Elegíanse pues las aspirantes a la logia en la salida de mi escuela, en la plaza San Francisco, al frente del glorioso colegio Ciencias y ante la mañosa mirada de sus escoleros ciencianos. Ya una ya otra, juzgaba qué tan poco india era la postulante, si los dientes sanos y bien nutridos, si los ollares bien hinchados, si los carrillos graciosos y bien formados, si las paletas turgentes, si la grupa suficiente y si según ellas el apellido era de principal. Todos estos juicios eran cacareados en rostro propio de la aspirante, quien, muchas veces no alcanzando virtudes requeridas, lloraba a mares. Se lograba entonces que alguna miembro de la logia se condoliera, no debe pensarse pues que se trataba de mujeres crueles, se decía entonces que la aspirante a lo mejor no era tan india como ya le habían acusado, así pues, la mayoría aceptaba y la aspirante pasaba a ser parte del exquisito Reich.

Siendo yo muy chusma y vivida entre chusmas, siempre en mi naturaleza y con ya naciente ingenio, hice pues burla del ritual y su logia. A lo que escuchó cierta correveidile y llevó pronto aviso, esperanzada a su vez en ganar el favor y contento de la gran Führer, quien poco controlada en sus violencias, siempre era de temer. Así pues, algunas condiscípulas y yo fuimos sentenciadas a recibir aporreo generalizado. Sabiéndome yo chusma batalladora de puño bastante fuerte, entendí lo poco que podía hacerse frente a la cólera y la lengua de aquellas creídas beldades.

Ya se había anunciado que el aporreo sucedería en las salidas de la escuela. Entonces junto a una condiscípula amparamos nuestras seguridades escondidas dentro del armario del salón, queriendo así, que el tiempo diera fatiga a la impaciencia de nuestras perseguidoras. Esta condiscípula, de inteligencia para números, no era entonces muy amiga, pero así escondidas hicimos conversaciones interesantes, ya de música, ya de pueblos, ya de poderes sociales. He leído pues de una filosofa francesa que en experiencias de vida y muerte hacen los humanos lazos poco perecibles. Cierto debe ser, pues en los presentes y a la distancia seguimos cultivando amistad, ¡oh! Diosa Fortuna, ella está ahora en Alemania trabajando en ciencias, y no ha podido perseguirla hasta allí la Gestapo de la Belleza.

Muchos días quedábamos en ese armario, hasta que pensamos aplacados los rencores. Volvimos entonces a las normalidades, con mucho descuido, eso sí. Vano fue confiar en que nuestras perseguidoras, no siendo tan buenas en letras y números, tuvieran también lentitudes en las memorias, y que, olvidando sus molestias, hubiesen pasado a ocuparse en sus ya clásicas fruslerías. Falsas y vanas nuestras certezas, pues vaya que sí mantenían bien guardada relación de sus sentencias y de sus sentenciadas.

Así pues cuando yo emprendía camino de regreso a mis hogares, aparecieron los doce creídos ángeles de Victoria’s Secret dispuestos a aporrearme, llevando ceños bien fruncidos y pechos bien henchidos. Haga usted imagen respetado lector, póngase en mis lugares, pues aquí dejo mi narración esperando hallarle en próxima jornada donde acabaré la suma narración de cómo se responde a la pregunta «¡¿sabes quién soy yo?!».

CAPÍTULO VI

DE LA GRANDÍSIMA CONFUSIÓN QUE GUARDAN AQUELLOS QUE CUESTIONAN «¡¿SABES QUIÉN SOY YO?!»

Viene pues momento de terminar mi suma narración. Haga memoria buen lector y regrese a donde yo cronista chusma me hallaba acorralada por la Gestapo de la Belleza. Aunque descuidada en mi seguridad, había previsto qué hacer en caso fuera atrapada, así como lo estaba en ese momento.

Me había resignado con que finalmente recibiría buen aporreo. He de decir que desde mis niñeces bien he aprendido a perder y hasta he hallado cierto dulzor en la buena derrota. Abominando un poco de ganadores y perfectos, gusto he hallado de tragedias griegas y realismo europeo donde aquellos más dignos, más aventureros, más lúcidos y más agónicos, mueren siempre. Atendiendo a estos mis valores, decidí no huir y agarrar a cualquiera de aquellos creídos ángeles y darle como toda mi alma mandaba, aun a pesar de los aporreos que me cayeran del resto de la cuadrilla. Endurecí pues la musculatura como lo hiciera el futbolista viendo llegar el choque rival.

Grande fue mi sorpresa cuando mis atacantes comenzaron a parlotear en vez de aporrear. Fue allí donde soltaron por aquí y por allá los cuestionamientos que motivan esta suma narración: «¡¿Sabes tú quién soy yo?!» «¡¿Sabes tú quiénes somos nosotras?!» Estas preguntas oídas al pie de letra me sorprendieron buenamente al venir de nínfulas que parecían de poca reflexión. Pensé confesar que no me hallaba capaz de adivinar sobre el ser de ellas, siendo que yo venía batallando ya algunos años para entender mi propio ser.

Pero, las creídas de Victoria’s Secret no esperaron mi respuesta. Al instante pasaron más bien a informarme quién era yo y sobre todo cómo era yo, creyendo en su vano pensar que ambas informaciones gozaban del mismo valor. Qué si mi cintura, qué si mis tallas, qué si mi peso, qué si mis piernas, qué si mis caderas, qué si mis cabellos. Mucha y detallada información prestaron, pero no por su gusto o por su afición, sino por aquel martirio que algunas féminas llevan ya desde pequeñas aspirando brutamente a la perfección de carnes.

Queriendo yo contener sus minuciosas y extensas descripciones sobre mi tan provechosa constitución opiné pasáramos sin más desperdicio al aporreo generalizado, pero solo me dieron algunos débiles empujoncitos que no me dieron pie para ejercer mis previsiones. Hasta que alertada por el escándalo interrumpió una celadora de la escuela y detuvo el altercado, regresándonos a fuerza al colegio para que se hiciera inscripción de la grave falta que significaba que unas «señoritas» se gritonearan en plena calle Teatro, así pues se nombraba aquella calle de la escuela.

Pero no acaba así la historia. Saliendo me esperaba la progenitora de la Gran Führer que recuérdese era la condiscípula que había fundado la logia germana de la cual yo hice burla. Si esta condiscípula no controlada en sus violencias, era de temer, has de saber buen lector que su defecto no era hurtado ni cultivado sino más bien heredado. La progenitora no podía quejarse de aquello que en casa de herrero cuchillo de palo, con su pimpollo eran más bien harina de misma talega, «Papa partida» como dicen en mi pueblo.

Comenzó pues la mujer preguntándome si yo sabía quién era ella, igual que habían hecho las nínfulas tiempo antes. Entendiendo la pregunta de buena voluntad, supuse que a su edad de señora entrada en carnes me vendría con un relato de vida muy hazañosa y holgada en virtudes. No fue así, en vez de decir quién era ella pasó a decir qué hacía su marido para ganar la vida, que no son igual, pues no es lo mismo aquello que una es y aquello que hace el marido en busca del pan. Sin embargo, gran confusión lleva esta gente en reflexión de tales preguntas.

Resulta pues que el marido era el poderoso funcionario juzgador de un pequeño distrito de una pequeña provincia alta de mi tierra natal el Cusco. En esa calidad, amenazó la mujer, que yo por decir infundios sobre su distinguido retoño sería mandada presa, acusada por el juzgador de distrito de «querecía». Teniendo yo entonces ya alguna cultura en jurisprudencia, que luego mal estudiaría algunos añitos en la UNSAAC, corregí su ignorancia diciéndole que no se pronunciaba «querecía» sino «querella» y añadí que siendo yo menor de edad no iría presa de la manera en que me deseaba ella.

Mi argumento puso muy furiosa a la «señora» que entonces pasó a decirme quién era yo o más bien quién era toda mi progenie, que nuevamente aclaro, tampoco son lo mismo. Sorprendente cantidad de información conocía la esposa del juzgador de distrito, ya de cuán pocas posesiones gozaba mi linaje, ya de cuán india era nuestra sangre, ya de cuántas peleas conyugales y hasta del número de libaciones que hacía mi pariente progenitor. Luego pasó a hacer burla de unos cursis poemitas que había yo escrito y publicado en esas edades. Esto último, pienso, sí fue gran venablo, pues creo que dejó sin vida a la poetisa cursi en ciernes y alumbró y nutrió a esta cronista chusma, muy gustosa de prosas.

Acabo así mi narración no sin antes anotar que como había dicho en capítulo anterior, si alguien arroja la pregunta «¿Sabes quién soy yo?» sepa pues el interpelado tomar con pinza. Aviso es que quien así pregunta guarda más saber sobre usted y mucho menos que sobre sí mismo, carencia que les causa gran suplicio. No se trata pues de introspección, no se trata la cuestión del ser o no ser, sino del parecer, o del hacer, o quizá del cálido yacer.