“MOLINOS DE AGUA”

CUENTO de Rosa Núñez Pacheco

—I—

Afuera hay ruido. Todo el día hace ruido. El edificio no para de crecer. El sol ni se asoma ya por mi ventana. En las mañanas, mi gato husmea por ahí viendo cómo trabajan los obreros levantando más paredes hacia el cielo. El resto del día duerme, acurrucado en el tapete que mi madre le tejió cuando aún era un pompón de pelos jaspeados de semanas de nacido. Ahora ya tiene varios años y se le nota, porque se desplaza con un andar lento por todo el departamento, antes lo trepaba sin ningún esfuerzo.  Yo también he pasado el día en cama, desconectada de todo. Apenas llamé a mi hermano para saber si todo estaba bien.

—¿Aló, Sergio? —le dije acomodando la modorra de mi voz.

—Ah, eres tú Romina— me respondió.

Esperaba otra llamada sin duda. Seguro de su nueva novia.

—Claro, soy yo—le dije—, quería saber cómo amaneció papá.

—Salió a caminar hace un rato. Lo vi bien, anoche se acostó temprano y hoy se levantó muy tarde.

—¿Te dijo adónde iba?

—A comprar el periódico. Lo de siempre. Oye…

—Sí, ya sé, te llamo más tarde. Le dices que el sábado lo llevaré al molino, que me espere listo. Ya hablamos. Cuídate.

Colgué el teléfono. Lo usaba sólo para llamarlos a los dos. Cuando mamá estaba viva era ella la que siempre me llamaba, sobre todo después que me mudé a otro lugar más céntrico. Su voz se fue apagando hace un par de inviernos. La última vez que la escuché fue antes de su internamiento. “Romi, hija, cuida a tu papá. Ya se le están olvidando las cosas”. Luego me apretó la mano y se quedó conversando un rato con mi padre antes que la enfermera la llevara a otra sala. Yo salí al pasillo para que no me viera llorar. Sergio estaba sentado más allá. A pesar que tenía veintitrés años no había dejado de ser un adolescente ensimismado en su propio mundo. Se acercó y me dijo que ya volvía. Al rato salió papá. Le temblaban un poco sus manos. Un párkinson inicial. Ambos nos sentamos en la sala de espera, en silencio.

Lo que vino después fue como una noche abrupta, confusa, fatal. Mamá lo sabía, por eso se había despedido de esa manera. Abracé a mi padre lo más fuerte que pude. Su cuerpo entero temblaba.

 

—II—

El sábado llegué temprano. Sergio había salido y mi padre estaba sentado en el sillón verde de la sala. Conversamos un rato. Me contó que se encontró con sus antiguos compañeros de trabajo.

—Están más viejos que yo -me dijo sonriendo— y eso que yo soy mayor.

—Y más guapo –agregué dándole una palmadita en el hombro.

Luego nos quedamos en silencio hasta que decidimos partir de una vez al molino. Quise preguntarle otras cosas en el trayecto mientras conducía la camioneta, pero él prefirió poner música a cierto volumen y perder la mirada en la campiña que aún sobrevivía fuera de la ciudad. Especialmente llamaban su atención los molles y los álamos que circundaban los terrenos de cultivo. Cada vez habían menos.

A medida que nos acercábamos a nuestro destino, el tráfico se hacía más lento. En los últimos años, el molino era un punto ineludible para los turistas. Así que la pista estaba llena de buses que venían desde el centro de la ciudad con gente extranjera y nacional que no paraba de fotografiar lo que veían a su paso. Cuando al fin pude estacionar la camioneta, vi que mi padre se había quedado dormido. No me di cuenta en qué momento lo hizo, porque también me dejé llevar por la música que nos acompañó el resto del camino. Afuera hacía bastante calor, aunque una ligera brisa refrescaba el ambiente.

Esperé unos instantes para que despertara. Mientras tanto me puse a revisar los mensajes de mi celular. Al cabo de unos cinco minutos, un lugareño interrumpió el tráfico con su numeroso ganado. Eran unos portentosos toros que nadie se atrevía a desafiar, ni siquiera les tocaban las bocinas. De pronto lo escuché decir: “Mi padre tenía uno así, de pelea”, dijo señalando al animal más grande. Luego dijo que mejor entráramos de una vez al molino. Nunca hablaba de mi abuelo. Tampoco lo conocí, me dijeron que murió antes que yo naciera.

Cuando ingresamos al local donde se encontraba el molino, una sensación extraña invadió mi cuerpo. Había venido a este lugar tantas veces a insistencia de mamá. En realidad, el motivo de las visitas frecuentes era contemplar la cascada que había en ese recinto antiguo, la cual provocaba que giraran unas enormes piedras circulares. Por un buen tiempo pensé que no significaba nada en especial más que un paseo fuera de la ciudad, ahora era diferente. Al principio, sin mayor preocupación, vi que mi padre se acercaba más a la cascada. El sonido de la caída del agua me impedía escuchar qué trataba de decir, pero cuando noté que tenía su mirada fija en esa transparencia líquida a la que se aproximaba más y más, quise impedirlo, pero él insistió. Terminó casi empapado.

Regresamos sin decirnos nada. Él iba envuelto en una manta y yo iba temerosa que él pudiera coger un resfriado. Ni siquiera pude preguntarle por qué lo hizo. Iba nuevamente absorto en sus pensamientos y no le llamaba más la atención ni los molles ni los álamos. Sólo en un momento me dijo: “Apúrate, tu mamá seguro está preguntando por qué demoramos tanto”. Lo miré sorprendida. Quise detener el vehículo en medio de la calle, dejar que todos los autos pasen por nuestro lado sin importar las bocinas ni los improperios, pero seguimos avanzando en silencio hasta llegar a la casa. Sergio seguramente no había regresado. Mi padre temblaba de frío, pero insistió en darse una ducha. Asentí. Desde el cuarto contiguo podía escuchar el sonido del agua mientras observaba unas antiguas fotografías de mamá. Al ver que mi padre se tardaba más de lo debido, traté de decirle que ya saliera, pero mi voz se apagaba con ese sonido que crecía más y más.