La atemporalidad de la muerte

Por Gabriela Caballero Delgado

Repentinamente, el tiempo se detuvo y nos encadenó detrás de los muros que habíamos construido. Las calles quedaron casi desiertas y ya no hubo aquellas risas infantiles que se balanceaban en los columpios, invirtiendo los polos del subibaja, trepando o deslizándose por los toboganes, encendiendo los parques. Al interior de los hogares fuimos dígitos de una medición numérica, cuidando el pulso de nuestra sangre por si descubríamos los aleteos de la muerte. Del otro lado de los ventanales, los pájaros traían destellos del sol mientras ocultaban bajo sus alas la memoria de un aire inofensivo. Las máquinas aceleraban su tránsito y, si prestábamos atención, podíamos sentir cómo atravesaban las puertas del destino, allí donde coexisten el fin de los tiempos y la esperanza de un día más. Año 2020: el mundo se había convertido en una respiración fracturada.

Dos años después de que la OMS declarase al coronavirus como una pandemia, el escritor Carlos Orihuela publicó su plaqueta Asfixia, cuyo título enmarca un conjunto de reflexiones poéticas en torno a este difícil acontecimiento que compartimos en nuestra historia inmediata. Los textos están divididos por el mismo autor en tres segmentos y tienen como paisaje gráfico de fondo, las alegorías “El triunfo de la muerte” de Jan Brueghel el Viejo, “La peste” de Arnold Böcklin y un collage hecho con algunas ilustraciones de Gustave Doré, inspirados en La divina comedia de Dante Alighieri.

En la primera parte, el poeta registra cómo la enfermedad irrumpe intempestivamente y trastoca la vida social de los hombres. La muerte que nos devuelve la conciencia sobre la fragilidad del cuerpo, el confinamiento y la incertidumbre son los temas centrales de este apartado: “¿Sientes tu extensión, tu ruta temporal, tus topes corporales? / ¿Te sabes exacto, aún creciente, agregado al espacio?”.  El hogar se había trasfigurado en un lugar donde anidaba el miedo; los días se volvieron uno solo, inacabable y repetitivo. Secuestrados por el desconcierto, fuimos una masa colectiva que se ocultaba en un lado u otro, aferrándonos a la imaginación, a los recuerdos y a la disminuida esperanza del amanecer.

La segunda parte aborda la pandemia desde la perspectiva individual de quien desarrolla un cuadro agudo y, recluido en un hospital, debe gestionar la inmediatez de la muerte: “Te señalan; arreas la muerte, la cola del veneno”, “¿Percibes el rumor, el agujero de la noche, la túnica esquiva?”. Sin embargo, no es la certeza de su finitud aquello que lo angustia más, sino la soledad, el distanciamiento obligado de la familia y la imposibilidad de despedirse de quienes ama. ¿Qué le quedó a este paciente en la hora final? Únicamente refugiarse en sí mismo, buscando explicarse el sentido de su propia existencia, el lugar que ocupaba en la materialidad de las cosas y en los sonidos que lo rodeaban: “Agrégate al calabozo, coteja tu eslabón, descifra el escenario. / Aquí el camino y ahí el abismo, abriéndose en los ojos / en patios incalculables”.

Frente a la muerte, ¿qué valor tienen los límites territoriales o las sociedades que hemos construido?, ¿son acaso más importantes que la calidez de los afectos? Esta dimensión sociopolítica de la tragedia ocupa la tercera parte de los poemas de Orihuela, cuya estructura formal es la prosa poética. Toda pandemia ha sido un acontecimiento que nos ha llevado, más de una vez, a reconocer nuestra propia naturaleza efímera y vulnerable. Detrás de cada una de ellas, la muerte dejó en el aire su aliento envenenado. No obstante, estas experiencias dolorosas también significan la construcción de un nuevo corpus de conocimiento, que viene preservando a los seres humanos sobre la atemporalidad de la muerte.

Pienso si el mensaje principal de estos poemas es que somos parte de un tejido social, donde cada acontecimiento nos involucra a todos. La pandemia del coronavirus es una tragedia colectiva, pero, es innegable que también ha sido una tragedia absolutamente individual que puede ser interpretada a través del arte. Han transcurrido cuatro años desde aquellos primeros contagios y son tantísimas las ausencias; sin embargo, atrás quedó “las barracas, las penumbras del hambre, el encierro reseco”. Pusimos nuestro dolor sobre los hombros y con el miedo aún instalado en los ojos, volvimos a las calles para prodigarnos los abrazos que habíamos guardado demasiado tiempo.