Celos, lectura y crítica

Por Carlos Yushimito

Ciertamente, como todo narcisista, Otelo es también un hombre celoso, y lo es de forma tan manifiesta que su figura, con los años, se ha transformado en un arquetipo.

Los celos son también los monstruos de ojos verdes con los cuales observa Yago —otro narcisista, otro celoso; no obstante, el verdadero color del caos que desencadena la historia, la visión caótica que se despliega como mirada o manera de ver el mundo, distorsionada y envilecida, en realidad, es negra, como lo es negra la piel de Otelo y como es negro el abismo de su alma contaminada por la locura temporal y, sin embargo, definitiva, heredada de la antigua metáfora del mundo griego. En ese orden, Yago es el daimón que activa, como una enfermedad exterior, la tragedia.

La llegada a Chipre, escenario real de la obra, anuncia aquella lucha psíquica que hundirá en adelante a Otelo en la noche de la locura, tal como la naturaleza —el mar, signo de la profundidad de lo inconsciente— poco antes ha destruido la flota otomana que amenazaba militarmente al protectorado veneciano, que Otelo, siendo también moro, debía defender.

Yago, el verdadero protagonista de la obra, es la potencia de la anarquía, descendiente directo del Satán de Milton, como afirma Bloom. Su odio por el mercenario moro es proporcional a su antiguo y desmedido amor por él; y, por lo tanto, profundamente iconoclasta.

Ahora bien, añadamos aquí otra perspectiva a la interpretación de la obra: Otelo como una tragedia sobre la lectura. Tenemos, en primer lugar, a Desdémona quien se enamora —como una, incluso, más jovencita e ingenua Emma Bovary— de las aventuras que el general le relata, transgresivamente, en la casa paterna. Sus historias producen en ella entonces un profundo sentimiento de simpatía y de compasión y —no lo descartemos—, de fascinación orientalista, semejante a la que sedujo también a los europeos, lectores de Marco Polo. Después de todo, Desdémona “devora” las historias que Otelo le cuenta sobre los antropófagos y los blemias que pueblan los confines del mundo. Esos confines que ella, después de todo, mujer, está condenada a ignorar, salvo a través de narración de su esposo. Así, pues, Desdémona es la lectora y Otelo el narrador. ¿Y Yago? Yago es el crítico. El autor que deconstruye el relato de ambos. Este nuevo relato consigue que Otelo dude y que Desdémona descubra el mundo, menos fascinante, pero también mucho más real que la ficción discursiva. Es finalmente Yago quien hace de Desdémona no ya una lectora pasiva sino una protagonista activa de la historia. Al final, tenemos al crítico como un daimón: una voz envenenada que ahora susurra al oído del escritor un nuevo relato que lo hace dudar de sí mismo. Ese relato que hace de la lectora, en último término, una víctima de su interpretación