Por Megan Gibson
“Las historias de Alice Munro”, declaró una vez el escritor estadounidense Ethan Canin, “hacen que las de los demás parezcan cosa de bebés”. No es el mayor elogio recibido por la escritora canadiense -a lo largo de sus décadas de carrera se la comparó favorablemente con Chejov, Flannery O’Connor y Raymond Carver, y ganó innumerables premios, incluido el Nobel de Literatura en 2013-, pero Canin tenía razón. Munro, que falleció el pasado 13 de mayo a los 92 años en una residencia de ancianos de Port Hope, Ontario, tras sufrir demencia durante más de una década, ha sido una de las mayores escritoras de relatos breves de la historia.
En términos de arte narrativo, hizo más por el perfil del relato corto que ningún otro escritor moderno. En unas pocas páginas de prosa limpia y despojada, Munro podía transmitir la historia familiar y personal de sus personajes, a la vez que trazaba el terreno geográfico y las estructuras sociales de sus pueblos rurales. Era una maestra de la estructura; Daniel Menaker, uno de sus editores en el New Yorker, escribió en 2006: «La estructura de un relato de Munro funciona en cierto modo como un microscopio, de modo que cuanto más se acerca el lector, más se disuelve y recompone la forma. Entonces, al llegar al final de la historia, uno ve lo que parece ser un tejido completo».
Sus historias son domésticas, se desarrollan principalmente en el condado rural de Huron, en Ontario, y están pobladas por mujeres complejas que se enfrentan a circunstancias a menudo decepcionantes. Pero dentro de ese terreno familiar, Munro siempre podía explotar nuevas y ricas vetas. Su escenario puede parecer estrecho, pero los temas a los que vuelve son de enorme alcance: lo escurridizo del tiempo y la memoria, la tiranía de las expectativas sociales y el poder destructivo del deseo sexual. Una frase de su libro de 1971 Lives of Girls and Women [Vidas de niñas y mujeres] resume la vida de sus personajes: «aburridas, sencillas, asombrosas e insondables: cuevas profundas pavimentadas con linóleo de cocina».
Nació como Alice Laidlaw en 1931, en la zona rural del suroeste de Ontario que más tarde inmortalizaría en sus relatos. Su padre, granjero, y su madre, maestra de escuela, no eran acomodados y, sobre todo después de que a su madre le diagnosticaran la enfermedad de Parkinson, a menudo pasaban apuros económicos. Estudió con una beca en la Universidad de Ontario Occidental, donde conoció a su primer marido, un librero llamado Jim Munro. La pareja se trasladó a la Columbia Británica y tuvo cuatro hijas: una murió al poco de nacer. Cuando sus hijas eran pequeñas, Munro se dedicaba a escribir entre sus obligaciones domésticas, vendiendo relatos cortos a la Canadian Broadcasting Corporation y a varias revistas canadienses (contó a la revista Paris Review que durante esta época de su vida se agotaba tanto que pensaba «esto es terrible, me va a dar un infarto»). Ella y Jim se divorciaron en 1973, y Munro regresó a Ontario, donde se casó con otro amigo de la universidad, un cartógrafo y geógrafo llamado Gerald Fremlin.
No publicó su primera colección de relatos, Dance of the Happy Shades, hasta 1968, a los 37 años, pero su éxito fue inmediato. Esa primera colección ganó el prestigioso Premio Literario del Gobernador General de Canadá y fue un éxito de ventas, al igual que sus trece colecciones posteriores. La fama internacional tardó unos años más, pero a finales de la década de 1970 ya publicaba regularmente en el New Yorker. En 2009 ganó el Premio Internacional Man Booker por la obra de toda una vida.
Para tratarse de una autora de renombre cuya carrera se extendió durante décadas, la biografía de Munro es relativamente escasa. Mantenía un perfil bajo y, aparte de por su obra, era conocida sobre todo por su decencia. Menaker, su editor en el New Yorker, explicó que era un placer trabajar con ella: «Es abierta, simpática, nunca es rencorosa ni conflictiva; no tiene vanidad, acepta sugerencias y es a la vez fácil, pero firme de su parte, respecto a las cosas que no quiere hacer». En 2009, Munro rechazó una nominación al Premio Giller de Canadá por su colección Too Much Happiness (Demasiada felicidad), alegando que ya había ganado el premio en dos ocasiones anteriores y que quería dejar este campo a una generación más joven de escritores.
Cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura en 2013, Munro había alcanzado el estatus de «santidad literaria internacional», según su amiga Margaret Atwood. En el discurso de la ceremonia de entrega del Nobel, el escritor e historiador sueco Peter Englund la alabó: «Si lees con atención muchas obras de Alice Munro, tarde o temprano, en uno de sus relatos cortos, te encontrarás cara a cara contigo mismo; es un encuentro que siempre te deja conmocionado y a menudo transformado, pero nunca aplastado.»
Por muy venerada que sea, la obra de Munro no ha estado exenta de críticas. En un mordaz ensayo publicado en la London Review of Books en 2013, Christian Lorentzen describió un relato corto de Munro, no con inexactitud, como un «trozo de vida triste por ahí perdida» y señaló que «leer diez de sus colecciones de cuentos seguidas me ha inducido no un brillo de admiración, sino un estado de letargo mental que se extendió al resto de mi vida. Me entristecí, como sus personajes, y como ellos me entristecí aún más». Bret Easton Ellis, por su parte, la calificó en Twitter de «completamente sobrevalorada».
Ambas críticas fueron recibidas con una especie de incredulidad defensiva. En respuesta al ensayo de Lorentzen, un lector de la LRB, Robert Barrett, escribió a la revista: «Acabo de comerme diez cajas de medio kilo de bombones See’s. Me siento fatal. Los bombones deben de ser malos». En respuesta a Ellis, el difunto cómico canadiense Norm MacDonald se deleitó asando a la novelista en Twitter durante varios días; un momento destacado: «Es interesante ver a Alice Munro, escritora de escritores, criticada por Bret Easton Ellis, escritorzuelo sin talento de los escritorzuelos sin talento».
Munro era una escritora de escritores. El novelista Richard Ford dijo en una ocasión: «La mencionas y todo el mundo asiente con la cabeza diciendo que es lo mejor que hay». En una reseña de 2004 de la colección Runaway de Munro, Jonathan Franzen escribió: «Es una de las pocas escritoras, algunas vivas, la mayoría muertas, en las que pienso cuando digo que la ficción es mi religión».
Alice Munro trabajó para ganarse esa devoción. Aunque varios de sus personajes se enfrentaban a sus propios sentimientos sobre la inutilidad de escribir, la imposibilidad de capturar algo auténtico sólo con palabras, la propia Munro seguía escribiendo.
En su primera obra, “Lives of Girls and Women”, un personaje escritor llamado Del Jordan, que muchos críticos consideran un doble de Munro, explica la vertiginosa ambición de su escritura. Lo que Jordan quiere conseguir, escribe Munro, es nada menos que «hasta la última cosa, cada capa de habla y pensamiento, cada trazo de luz en la corteza o en las paredes, cada olor, bache, dolor, grieta, delirio, que se mantiene quieto y unido, radiante, eterno».
(The New Statesman, 2024)