El color de Las hojas

Luis Alberto Calderón Albarracín

Cuenta un antiguo mito griego que fue Prometeo quien, para proteger al hombre y asegurarle su futuro, robó las artes de Atenea y Hefestos. Así adquirimos una doble ventaja sobre la naturaleza pues somos conscientes de nuestra relación con ella y, además, podemos transformarla. Quizá sea esta la parte más significativa del mito porque resalta los mayores dones del hombre: la inteligencia y la técnica. El lenguaje es producto de ambos ya que de manera reflexiva permite hacer referencia a realidades objetivas y subjetivas asumiendo una finalidad comunicativa, y aún más importante: facilita la recreación estética de estas realidades. A eso hemos venido denominando Literatura. Consecuentemente, cada obra literaria permite otorgar una existencia artística a lo que antes no la tenía y para ello se vale de diversos recursos a nivel de forma y contenido que incluso trasciendan el lenguaje. De allí que cada obra literaria sea original en sí misma, por más que desarrolle los mismos temas que han interesado al hombre desde los albores de su tiempo. Y será en el modo como se dé un sentido nuevo a lo conocido donde radicará la habilidad del escritor. De esto conoce bien el poeta Luis Alberto Calderón Albarracín, autor de tantísimos libros que nos han aproximado preferentemente al universo del alma infantil. Ahora con Las hojas del árbol —su reciente poemario— nos lleva por otro camino, retomando sus tópicos de crítica social y preocupaciones metafísicas.

Son ciento diez poemas los que conforman Las hojas del árbol; los cuales, sin ningún orden en particular y a veces un tanto irregulares, se nos presentan como reflexiones yuxtapuestas del hombre que transita y se detiene en la contemplación de la sociedad, la naturaleza, la mujer, el quehacer poético… revelándonos la condición humana en sus distintos rostros y por lo tanto asociada a la fragmentación.

En el libro aparece también un conjunto de poemas que celebran el goce de los sentidos, entre los que destaca el  texto titulado “Encantos de la noche” donde se hace un breve paralelo entre el silencio del mundo frente a la música del reino de las alcobas: “Demasiado silencio/ afuera en las calles/ ruidos musicales/ en las alcobas/ perfumes/ en las alfombras/  brisas que sacuden las copas de los árboles/ ya nadie podrá evadir/ el inocente/ ritmo del reino de los encantos”. La contemplación del poeta se detiene en la figura femenina que en el libro asume la dualidad madre-mujer. Es la madre ya distante en el tiempo y sin embargo, buscada insistentemente a través del recuerdo: “Madre / en qué lugar / he de encontrar / la blanca miel / de tus besos. / En qué lugar / tus caricias / para beberlas / hasta segar en mí / el dolor de tu ausencia”.  O es la amada que acaricia y ofrece su cuerpo como un paisaje a recorrer, como la promesa de un incendio. Así sucede con el poema “Rosa del deseo”: “Mujer / rosa desnuda / enredada en las sábanas / de mi cama. / Eres cuerpo encendido / en la contienda / del deseo. / Eres rosa en llamas / quemando / la piel / de nuestros cuerpos”.

Al terminar el libro, aparecen dos finales. Uno de ellos dejará una puerta abierta a la soledad y el silencio. El otro apela directamente al lector, destacando su rol en la ejecución de toda obra literaria; pues solo el lector es quien, de acuerdo a su propia valoración, puede promover la vigencia o extinción de cualquier texto.

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