La verdad de las mentiras

Por Román Munguía Huato

En “La Divina Comedia” Dante Alighieri describe con minuciosidad los diferentes círculos del Infierno. Son nueve, pero nos interesa el octavo porque es el que está destinado a castigar a los mentirosos, entre los cuales sobresalen los malos consejeros, los charlatanes y los falsarios, gentes que mienten a sabiendas. Alighieri narra genialmente como en este círculo del averno se encuentran quienes son condenados al castigo eterno por mentirosos, aquellos quienes a sabiendas de su engaño también hacen falsas promesas al pueblo. Los políticos mendaces, los del poder, tendrían que estar ahí porque acostumbran a decir o hacer cosas que faltan a la verdad o a la sinceridad, incluidos los charlatanes y predicadores falsarios.

Dorothy L. Sayers, escritora y traductora inglesa, comenta que “Dante no vivió para ver el desarrollo de la propaganda política, la publicidad comercial y el periodismo sensacionalista, pero preparó un lugar especial para ellos”. En el quinto pozo están en suplicio los políticos corruptos, inmersos en brea hirviente, que representa los dedos sucios y oscuros secretos de sus tratos corruptos. Pero es en el octavo círculo, en la última Bolgia, el foso final, donde están los malandrines mentirosos.

De acuerdo con el diccionario de María Moliner una acepción de la palabra demagogia es aquella “práctica política, que puede manifestarse, por ejemplo, en un discurso, que tiene como fin predominante agradar o exaltar a las masas, con medios poco lícitos”. Moliner define mentir como “decir cosas que no son verdad para engañar”. Demagogia también puede significar el “gobierno del pueblo por el demagogo”, o bien “expresión política aplicable a toda actitud oportunista ante los problemas con despreocupación consciente de las consecuencias sociales y económicas de las soluciones ofrecidas”. En suma, es una forma de la oratoria basada en el fácil halago de la plebe con objeto de obtener su apoyo. El demagogo es un adulador populista y ya Aristóteles en su Política considera la demagogia como forma degenerada de la democracia (Diccionario Unesco de Ciencias Sociales. Editorial Planeta–Agostini, 1987). A su vez, el Diccionario de Política (Norberto Bobbio y Nicola Matteucci. Siglo XXI Editores, 1981), dice que “la demagogia no es propiamente una forma de gobierno y no constituye un régimen político sino que es una práctica política… mediante fáciles e ilusorias promesas… (para) la conquista y al mantenimiento de un poder personal o de grupo… los demagogos, arrogándose el derecho de interpretar los intereses de toda la nación, confiscan todo el poder y la representación de las masas e instauran una tiranía o dictadura personal… la instrumentalización de las masas, gracias precisamente al aporte de nuevas técnicas de persuasión y de manipulación de las conciencias, se logra fácilmente…”

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Por supuesto, en la práctica demagógica, uno de los medios poco o nada lícitos y éticos es la mentira, la mentira de naturaleza política. Y de esta a la mitomanía política hay sólo un paso.  Sobre la mentira, el engaño y el ocultamiento de la verdad, los clásicos, sabían bastante y escribieron desde el florentino Maquiavelo, hasta el escocés John Arbuthnot y el francés Condorcet. Desde el texto clásico de “El Príncipe” (1513), pasando por “El arte de la mentira política” (1733), hasta “¿Es conveniente engañar al pueblo?” (1790), sabemos que una de las formas elocuentes más típicas de los políticos y gobernantes es la mendacidad como hábito o costumbre de mentir. Todo ello es inherente al poder político dominante.

Maquiavelo (1469–1527), por ejemplo, llego a decir: “…si se me escapa alguna verdad de vez en cuando, la escondo entre tantas mentiras, que es difícil reconocerla”. Él fue uno de los primeros pensadores, en la época del Renacimiento, en elucidar la realidad política del poder. Si bien dice que “gobernar es hacer creer”, lo cierto es que gobernar implica detentar el monopolio de la violencia. Maquiavelo concibe la utilización de la fuerza como un caso de medida extrema, como una medida que se asume por responder a los intereses del Estado y de la necesidad de su uso cuando no existe otra alternativa. Pierre Fougeyrollas afirma que el pensador florentino reduce la política, la esencia del poder, a “una actividad fundada sobe relaciones de fuerza. Según él, por astucia o por violencia, el gobierno siempre es instrumento de opresión, y no puede ser otra cosa. Así, los defensores del orden establecido lo acusaran de inmoralidad política por haber, en cierto modo, revelado un secreto”.

El aparato de estado como instrumento de opresión, es uno de los fundamentos de la teoría política crítica y de la cuestión del Estado. Este instrumento de opresión es utilizado por la clase dominante favoreciendo a los grupos sociales que detentan el poder económico y político. Y, desde esta perspectiva, una primera gran falsedad, como parte de la ideología dominante, es hacer creer que el Estado, la institución política más importante de la sociedad, representa a la sociedad en su conjunto pretendiendo el “bien común”.

Esta referencia conceptual es necesaria para ir develando ese secreto maquiavélico de la naturaleza del poder y de los mecanismos del tinglado político que las apariencias ocultan con la demagogia y las mentiras el verdadero propósito de las acciones gubernamentales que, en nuestra sociedad, responden, esencialmente, a la lógica férrea económica del capital.

Maquiavelo es uno de los pioneros de la filosofía política moderna. Es un   pensador del Renacimiento, época antecedente de la Ilustración. El florentino planteó uno de los problemas centrales que enfrenta el político: el problema del poder y de su conservación. Una de sus grandes aportaciones al conocimiento de la realidad social es que El Príncipe, el Estado, debe recurrir al pragmatismo de sus acciones para preservar el poder, al margen de toda consideración moral, lo cual le permite discurrir una retórica que no corresponda a la verdad de los hechos reales. La verdad de la mentira; de ahí la recomendación de la mentira, el fingimiento y las falsas promesas como un instrumento político; siempre y cuando tal instrumento corresponda a una estrategia para la manutención del poder y su estabilidad política.

Por eso, entre las artes de gobernar el uso de la mentira tiene un lugar estratégico, de tal modo que el soberano debe engañar o incumplir sus promesas en cada ocasión necesaria que beneficie a los intereses fundamentales del poder; de ahí se deriva la noción de la Razón de Estado, doctrina original de Maquiavelo.

Maquiavelo afirma que el gobernante debe tener la astucia del zorro y la ferocidad del león para hacer frente a las distintas adversidades que pueden surgir en la esfera política. Especialmente, sostiene que cuando la masa acepta la veracidad de la mentira del poder no es necesario recurrir a la violencia ni al enfrentamiento directo entre gobernantes y gobernado. En “El Príncipe” se exponen los recursos que posee el soberano para gobernar.

El argumento es el siguiente: se puede combatir con las leyes o con la fuerza. Combatir con las leyes es lo propio del hombre; combatir con la fuerza, lo propio de los animales ¿Qué debe hacer el príncipe?: “Es preciso que un príncipe sepa actuar oportunamente no sólo como hombre sino como bestia”. A esta inclusión de la bestia, el florentino añade una precisión: el animal político no es pura fuerza; es también astucia. De ahí que el príncipe tenga necesidad de la ley, de la fuerza y de la sagacidad: hombre, león y, sobre todo, zorro. Sobre todo la astucia de mentir.

Entonces: ¿Conviene ocultar la verdad al pueblo por su propio bien, engañarlo para salvaguardarlo? El arte de la mentira política es, en efecto, “el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables con vista a buen fin”. En efecto, en la política a veces conviene decir la verdad, pero en la mayoría de los casos a la verdad se le silencia ocultándola o se le disfraza. Se gobierna con la mentira. Incluso, en gobiernos totalitarios se edifica un Ministerio de la verdad (“1984”. George Orwell). Pero también podría haber un Ministerio de las mentiras, es decir, una especie de tribunal del Gran Hermano.

Por supuesto, no se trata de que el gobernante soberano siempre tenga que estar mintiendo en todo momento a diestra y siniestra. Son las circunstancias las que obligan a la alocución mendaz dentro de una estrategia del poder dominante, especialmente usada para la manipulación del pueblo. El político del poder, del poder de clase de la minoría social, tiene que ser muy pragmático, sin obedecer a ningún principio moral, careciendo de ideales acordes a la verdad y la honestidad como consecuencia ética de la veracidad de las acciones prácticas del ejercicio del poder.

Hemos dicho que Maquiavelo inaugura el pensamiento moderno de la política y, entre otros, le continúan filósofos como el inglés Thomas Hobbes (1588–1679), quien decía que hay vicios del lenguaje que preocupan como fuente de conflicto: ambigüedad de las palabras, uso metafórico de las palabras, prometer en vano y la mentira, el uso del lenguaje para agraviarse. Pero, respecto a la filosofía política o la literatura satírica dedicada al arte de la mendacidad de los gobernantes y el poder, aparecieron John Arbuthnot (1667–1735) y Nicolas de Condorcet (1743–1794), cuyos textos respectivos hemos mencionado: “El arte de la mentira política” (1733) y “¿Es conveniente engañar al pueblo?” (1790). El primer texto fue atribuido a Jonathan Swift (1667–1745), el gran escritor satírico irlandés. Su obra más conocida, “Los viajes de Gulliver”, es una crítica mordaz de la sociedad humana. Muy amigo de Arbuthnot, el autor original del opúsculo, pero que apareció firmado por Swift cuando se publicó en Amsterdam en 1733.

Arbuthnot propone en su libro crear una “sociedad de mentirosos”, dedicada exclusivamente al engaño político. “Para llevar tan ambicioso proyecto –dice Jean-Jacques Courtine, autor del prólogo– deben cumplirse determinadas condiciones: hay que poder contar, ante todo, con una masa de crédulos dispuestos a repetir, difundir, diseminar por doquier las falsas noticias que otros hayan inventado”. En tal sociedad de lo mendaz, no se admite ningún individuo que pueda ser sincero. “Hacer de la mentira obligación y producir mentirosos imperturbables, que mienten mejor que respiran: la historia conoce partidos políticos que han sabido aplicar al pie de la letra estos principios”. Dice Courtine que “El siglo XX fue el de una nueva era de la mentira… la invención de la ilusión política. Mentiras producidas a gran escala, por unas burocracias ante las cuales la “sociedad de mentirosos”… se queda en una simple tribu primitiva…” Para no ir muy lejos, la historia de los partidos políticos del establishment está plagada de profesionales de esta “sociedad de mentirosos”, y al parecer, entre mejor hacen su oficio, más fácil escalan en la jerarquía política.

En la disertación filosófica y política sobre esta cuestión: ¿Es conveniente engañar al pueblo? de Condorcet, éste se opone rotundamente a la llamada “noble mentira”, al supuesto derecho del gobernante a mentir al pueblo en bien de este. Ya Platón justificaba la utilización de la “noble mentira” como herramienta de gobierno para alcanzar el bien común en la polis. Miguel Catalán, quien hace el prólogo al texto del marqués de Condorcet, afirma que como en los tiempos del filósofo revolucionario “también existe hoy entre las elites gobernantes un problema de desprecio a la libertad y dignidad del público, al que en ocasiones se sigue tratando como menor de edad… El compromiso de Condorcet con la verdad política puede considerarse integral en una época en que los valores parecían someterse a la sola virtud de la eficacia”. Una de sus sentencias pronunciadas en 1791 es: “La verdad pertenece a aquellos que la buscan y no a los pretenden tenerla”.

“El siglo XX fue el de una nueva era de la mentira” y el siglo XXI lo sigue siendo, quizá más que nunca. También es ejemplo ominoso de la mendacidad del poder y del dinero. Desde luego, en el terreno literario grandes escritores como Kafka han dicho, por ejemplo, que “la mentira se ha convertido en principio universal, inundándolo todo hasta convertirla en verdad.”

El siglo pasado tuvo a notables pensadores preocupados por las consecuencias funestas de la “sociedad de los mentirosos”. La lista es larga, pero mencionemos algunos: George Orwell (“1984”, publicada en 1949); Hannah Arendt (“Verdad y mentira en política”, 1964; “La mentira en política”, 1971); George Steiner (“Lenguaje y silencio”, 1967), quien se pregunta ¿Cómo debemos valorar la función del lenguaje después de que haya servido para expresar falsedades en los regímenes totalitarios, después de que haya sido arrastrado a la vulgaridad y la imprecisión de las democracias de consumo masificado?; Jacques Derrida (“Historia de la mentira”, 1995), quien afirma: “Cuesta creer que la mentira tenga una historia. ¿Quién se atrevería a contar la historia de la mentira?  ¿Y quién la propondría como una historia verdadera?” “La historia política rebosa de mentiras”; Alexandre Koyré (“La función política de la mentira moderna”, 2015).

El mundo actual de la política dominante, el del poder y del dinero, es imposible explicarlo si no hacemos referencia a las apariencias de los gobernantes y a las mentiras de sus discursos grandilocuentes. Apariencias para tratar de parecer lo que no son ni nunca serán en la vida real, y donde tampoco la retórica se acerca a la veracidad de las acciones prácticas realmente existentes. Por supuesto, las apariencias forman parte del mundo real y, por lo mismo, forman parte de la fenomenología de lo concreto real y de su dialéctica. Las palabras en este mundo de la política hegemónica, frecuentemente muy violenta, entra en el terreno inasible de la ambigüedad o de la contradicción, pero a los políticos del poder y del dinero se les debe juzgar no por lo que dicen de sí mismos sino por lo que hacen en la práctica; buscan la credibilidad de sus palabras y la legitimidad de su política para mantener el poder y sojuzgar a las masas.

 

(Tomado de Sin permiso)