Reconocimiento, por favor

La ansiedad posmoderna por el reconocimiento público

 

Hace poco una empresa de software puso en el mercado un programa de nombre “NameTag”, que permite identificar a cualquiera con el visor del celular u otro dispositivo en línea. Esta aplicación se sostiene en la base de datos de las redes sociales, lugar donde la gran mayoría deposita su información personal, así es posible reconocer a las personas y descubrir parte de su información. Vemos que, si la intimidad y la vida privada se vieron duramente perjudicadas con la globalización, hoy este tipo de consecuencias las han convertido en cosas del pasado.

Gracias a los lúcidos aportes de Jacques Lacán, un insigne psicoanalista francés renovador de las ideas de Freud, podemos explicarnos esta tendencia de la gente a convertirse en seres públicos. “El deseo no es otra cosa que el deseo del otro”, señala Lacán; es decir que, en el fondo, el hombre no anda buscando el objeto de la felicidad —la riqueza, el amor, el conocimiento— sino que prefiere que los demás vean cómo consigue este supuesto objeto, cómo debido a su esfuerzo o a su inteligencia un individuo compra una casa o alcanza un puesto importante. Sin el otro que reconozca ese esfuerzo y juzgue el mérito de sus acciones aquella casa o aquel cargo o aquel poema no tendrían ningún valor.

El éxito y el reconocimiento se han enlazado hasta niveles alarmantes. Lo que vemos todos los días en las redes sociales es gente feliz, personas que viajan y conocen el mundo, reuniones eufóricas de amigos que beben, que ríen; comentarios sagaces o irónicos o ilustrados que denotan inteligencia o sensibilidad o lecturas; un record de logros personales y académicos. Esto no es malo en absoluto, pero es cuestionable la desesperada necesidad de hacerlo a ojos vista de todo el mundo.

¿Es que las personas necesitamos algún tipo de aprobación para disfrutar de la vida? Cabe preguntarnos cuánto restaría a la dicha de muchos el tener que abstenerse de hacer pública toda eventualidad.

Es cierto que las experiencias están para ser contadas, de otra forma no sería posible la civilización; tampoco es repudiable la existencia de redes sociales, quienes las iniciaron encontraron una fórmula mágica al juntar la necesidad de comunicarse con la de ser reconocido. Quizá el punto polémico sea que el reconocimiento se ha vuelto un ingrediente indispensable para ser feliz; lo cual no es reciente, solo que hoy es una aspiración general y por lo mismo superficial.

Cuando Carlomagno organizó su imperio dejó instancias jerárquicas que perdudarían casi hasta nuestros tiempos. Él dividió su territorio en “Condados”, de ahí que el noble que lo gobierne llevara el título de “conde”. Sin embargo, por una cuestión estratégica, los condados que estuviesen ubicados en las fronteras cumplían un papel más importante, por lo cual recibiron el nombre de “Marcas”, teniendo como señor al “marqués”. Finalmente, siempre que se juntara un condado y una marca era necesario asignar una autoridad superior que gobierne las dos divisiones, apareció entonces “el duque”, mayor titulo nobiliario en la organizacion carolingia.

Estos títulos eran otorgados únicamente a gente noble, no era algo a lo que se podía aspirar, por eso el orden público estaba regido únicamente por la aristocracia. Con el tiempo, estos títulos perdieron su esencia, aunque perduraron como rangos honoríficos a los que sí podía llegar un burgués adinerado. Es posible hallar esta degeneración nobiliaria en novelas como “Papá Goriot” de Balzac o “Rojo y Negro” de Stendhal, en las que vemos cómo la sociedad francesa del siglo XIX se desvivía por alcanzar un renombre así o tener por lo menos algún grado de parentesco; la vida no tenía ningún valor si no se entablaba amistad con la Condesa de Restaud o con el Vizconde de Beauséant.

En el virreynato del Perú sucedió algo similar, muchos españoles cruzaban el Atlántico para ser reconocidos aquí como soldados o hidalgos, siempre con la esperanza de retornar a España y ostentar sus títulos. Un hecho curioso es que hace poco Mario Vargas Llosa recibió del rey de España el título de “marqués de Vargas Llosa”, convertido así en el último peruano en recibir un título de nobleza después de José de la Riva Agüero.

Mas cuando el abolengo dejó de ser un factor determinante a la hora de proporcionar un título, crecieron los valores de la cortesía y la educación; había que ser amables y educados, estar a la altura del nombre que se ostentaba. En “Rojo y negro” el joven provinciano Julián Sorel emprende un continuo aprendizaje fundado en la admiración que sentía por la clase aristocrática. A tal punto llega a mimetizar sus modales que se confundía con la clase alta parisina, siendo él un campesino de Verrières.

De esta forma, el reconocimiento va cambiando a lo largo de los siglos su naturaleza; antes era algo normal en las clases nobles; luego, la burguesía puede acceder a él gracias al papel preponderante del capital.

Hoy, el precio del reconocimiento se ha democratizado, popularizado, globalizado, y alcanza su mejor oferta: es accesible a cualquiera. Quizá la falacia de la distinción y las ínfulas de nobleza apremie a las personas a buscar “su minuto de fama” en las redes sociales y objetivar el éxito, aunque para esto sea necesario pagar un alto precio moral y humano.

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