El náufrago Pedro Serrano

Por Garcilaso de la Vega

Con este cuidado y trabajo vivió tres años. Y en este tiempo vio pasar algunos navíos, mas aunque él hacía su ahumada —que en el mar es señal de gente perdida— no echaban de ver en ella o por el temor de los bajíos no osaban llegar donde él estaba y se pasaban de largo. De lo cual Pedro Serrano quedaba tan desconsolado que tomara por partido el morirse y acabar ya. Con las inclemencias del cielo le creció el vello de todo el cuerpo tan excesivamente que parecía pellejo de animal: y no cualquiera, sino el de un jabalí. El cabello y la barba le pasaban de la cintura.

Al cabo de los tres años una tarde, sin pensarlo, vio Pedro Serrano un hombre en su isla, que la noche antes se había perdido en los bajíos de ella y se había sustentado en una tabla del navío. Y como luego que amaneció viese el humo del fuego de Pedro Serrano, sospechando lo que fue, se había ido a él, ayudado de la tabla y de su buen nadar.

Cuando se vieron ambos no se puede certificar cuál quedó más asombrado de cual. Serrano imaginó que era el demonio que venía en figura de hombre para tentarle en alguna desesperación. El huésped entendió que Serrano era el demonio en su propia figura, según lo vio cubierto de cabellos, barbas y pelaje. Cada uno huyo del otro y Pedro Serrano fue diciendo: “¡Jesús, Jesús! ¡Líbrame, Señor, del demonio!”. Oyendo esto se aseguró el otro y volviendo a él le dijo: “No huyáis, hermano, de mí, que soy cristiano como vos”. Y para que se certificase, porque todavía huía, dijo a voces el Credo. Lo cual oído por Pedro Serrano volvió a él y se abrazaron con grandísima ternura y muchas lágrimas y gemidos, viéndose ambos en una misma desventura, sin esperanza de salir de ella.

Cada uno de ellos brevemente contó al otro su vida pasada. Pedro Serrano, sospechando la necesidad del huésped, le dio de comer y de beber de lo que tenía, con que quedó algún tanto consolado y hablaron de nuevo en su desventura. Acomodaron su vida como mejor supieron, repartiendo las horas del día y de la noche en sus menesteres de buscar mariscos para comer y ovas y leña y huesos de pescado (y cualquiera otra cosa que la mar echase) para sustentar el fuego. Y sobre todo la perpetua vigilia que sobre él debían tener, velando por horas para que no se les apagase.

Así vivieron algunos días. Mas no pasaron muchos que no riñeron –y de manera que apartaron rancho, que no falto sino llegar a las manos (para que se vea cuán grande es la miseria de nuestras pasiones). La causa de la pendencia fue decir el uno al otro que no cuidaba como convenía de lo que era menester. Y este enojo y las palabras que con él se dijeron los descompusieron y apartaron. Mas ellos mismos, cayendo en su disparate, se pidieron perdón y se hicieron amigos y volvieron a su compañía. Y en ella vivieron otros cuatro años.

En este tiempo vieron pasar algunos navíos. Y hacían sus ahumadas, mas no les aprovechaba  —de que ellos quedaban tan desconsolados que no les faltaba sino morir.

Al cabo de este largo tiempo acertó a pasar un navío tan cerca de ellos que vio la ahumada y les echó el batel para recogerlos. Pedro Serrano y su compañero (que se había puesto de su mismo pelaje) viendo el batel cerca, para que los marineros que iban por ellos no entendiesen que eran demonios y huyesen de ellos, dieron en decir el Credo y llamar el nombre de nuestro Redentor a voces. Y valioles el aviso, que de otra manera sin duda huyeran los marineros porque no tenían figura de hombres humanos. Así los llevaron al navío, donde admiraron a cuantos los vieron y oyeron sus trabajos pasados.

El compañero murió en la mar viniendo a España. Pedro Serrano llegó acá y pasó a Alemania, donde el emperador estaba entonces. Llevó su pelaje como lo traía, para que fuese prueba de su naufragio y de lo que en él había pasado. Por todos los pueblos que pasaba a la ida si quisiera mostrarse ganara muchos dineros.

(“Comentarios reales”, libro primero, capítulo VIII: La descripción del Perú)

Deja una respuesta