Fumar con Atlas

Recuerdos de Gerónimo Chuquicaña

Y ya que estamos hablando del buen trabajo de la escuela de Literatura en San Agustín, déjenme agradecer públicamente —pues, en su momento ya lo hice en privado y por separado— a cada uno de los profesores que nos muestran la realidad de la carrera con un uppercut sorpresivo.

Gracias por darme tantos libros y tan poco tiempo para leerlos. Sí, no estoy tomándoles el pelo. ¿Qué demonios creen que se hace en una Escuela de Literatura? Leer. E incluso cuando sientes que ya has leído suficiente, otro lote de libros aguarda para que lo abras. Son las lecturas del siguiente mes, ni siquiera del semestre. Pero incluso después del filtro de primer año, ese que medio mundo desea saltarse para lograr el “puente”, haber estado allí no hace más que endurecerte. Lees libros compulsivamente porque debes saber de qué hablan en dos días.

A veces te tocan libros voluminosos y de interlineado de pesadilla, pero los lees. Lees porque no te queda otra cosa que hacer. Leer es lo último que haces al acostarte en la cama y lo primero al despertar. Cuando llegas a la universidad, te relajas debajo de un árbol o te sientas dándole la espalda a los jóvenes desesperanzados de la biblioteca, y continúas leyendo. Lees tanto que olvidas que tienes clases de Semiótica o de Peruana o de Griega. Pero no te importa, porque ya te falta poco para acabar otro libro.

Lees porque te interesa el taller de escritura narrativa y no quieres que el profesor crea que eres un advenedizo. Lees porque te interesa analizar los discursos de los libros que ya leíste antes. Y lees porque ya no falta nada para que empieces a pensar en un proyecto de tesis serio, no uno de “mentirita”.

Al final del día, sientes que leer de esa manera bien podría asemejarse a entrenar horas y horas en un gimnasio, endureciendo cada parte de tu cuerpo. Y no se trata de la velocidad en la que se abren y cierran tus pestañas. Se trata de que, después de haberte puesto a prueba a ti mismo, te quedan esos libros (o esas copias, que son más sencillas de conseguir en las universidades públicas) para una segunda, tercera, cuarta leída, y todas las que vengan.

Los libros que intentaste leer, los que acabaste a tiempo para el examen oral o escrito, los libros que apenas empezaste, están ahí, a la mano, dichosos de que los hayas descubierto (o fotocopiado), ansiosos por formar parte de tus “imprescindibles”.

Por mi lado, me hice de un puñado de buenos autores que no habría descubierto por mi cuenta si alguien no me hubiera dicho: “Son tu tarea, pero la quiero para ayer”. Y, así como tanteando el terreno, te quedas. Y te atrapan para siempre. Pero, claro, la escuela de Literatura de San Agustín no forma “escritores”. ¿Qué esperabas? ¿Llegar a la facultad y que la gente te califique de “poeta” o “cuentacuentos” porque eres bien bohemio y te gustan las bufandas o porque fumas sentando junto al Atlas? No, la escuela se encarga de convertirte en una “máquina de follar libros”, y eso es lo único que debe importante los cinco u ocho años que pasarás allí, por buena o mala cuenta, antes de recibir el mundo tal cual es, ni siquiera el título.

Cuando acabas la carrera de Literatura, no hay cartones que te enorgullezcan más que la experiencia vivida allí adentro.

No todos terminamos convirtiéndonos en “escritores”. Tengo amigos, muy cercanos, que exceden fácilmente mi número de lecturas y no han escrito más que un intento de cuento o unos cuantos versos que hoy son leyendas que nadie parecer recordar. Pero dale una piedra a ese muchacho y te hablará de piedras. Háblales de que no le hallas sentido a la vida y te hablarán de Heidegger y de su vida cotidiana como auténtica. Háblales de política y te hablarán de ‘El Príncipe’ de Maquiavelo. Háblales de fútbol y escarbarán en la historia del Perú y de su futuro para explicar cosas que no sabías hasta ese momento.

Gracias, maestros, por la angustia y las desveladas en silencio frente a las fotocopias. Hoy solo quiero una cosa, volver a entrar a nuestra vieja escuela, hoy agonizante, que cariñosamente llamaba “mazmorra”. No conozco un lugar más cálido que ese. Palabra.

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